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Corporalidad, deseo y prisión

Rodrigo Parrini, es magister en Estudios de Género por El Colegio de México e investigador del Centro Nacional de Prevención y Control del VIH/sida. El Reclusorio Norte, una de las varias cárceles de la ciudad de México, es el escenario, pero no el protagonista de Panópticos y laberintos. Subjetivación y corporalidad en una cárcel de hombres. En diálogo con Michel Foucault y Erving Goffman, esta investigación pone el foco en los presos y el orden social particular que construyen en su circunstancia de reclusión y las maneras como atraviesan su vivencia del deseo, la identidad y la corporalidad, en detrimento de un análisis de los mecanismos de control institucionales.

Panópticos y laberintos. Subjetivación y corporalidad en una cárcel de hombres (El Colegio de México, 2007) abre nuevas perspectivas dentro de los estudios de género y pone en duda pilares teóricos, como el concepto de identidad. En esta entrevista, Parrini describe sus hallazgos y reflexiona sobre las múltiples vivencias subjetivas que se alimentan de, y a la vez construyen, el orden social carcelario.

Su investigación acerca de las operaciones del género, el deseo y la corporalidad en la vida carcelaria demuestra una singular dificultad para comprenderlas si supusiéramos un elenco de identidades como punto de partida. ¿Cuáles fueron sus hallazgos al respecto? ¿Qué posiciones es posible asumir y qué alcances tienen éstas?

Creo que en el centro de mis análisis se esgrime un disenso con respecto a la primacía de la identidad en los estudios sobre género y sexualidad. En términos conceptuales, el género debe entenderse como el resultado de la intersección sociohistórica de las identidades, los deseos y las corporalidades; como un dispositivo que resuelve la relación entre estas dimensiones de una determinada forma, o que intenta hacerlo. Creo que operamos, en este sentido, completamente enmarcados por lo que Foucault denomina ‘dispositivo de sexualidad’; en última instancia, es una forma de engarzar y hacer coherentes elementos que históricamente pueden considerarse dispares: el cuerpo, el deseo, las identidades, la biología, entre otros. Mi opción ha sido no considerar dicho dispositivo como algo dado y evidente, sino reconocer su constitución específica en la cárcel, si es que la hay. De este modo, lo que parece coherente y vinculado puede también verse como fragmentario y disperso. Pienso que la identidad es justamente el operador de la coherencia dentro del dispositivo de la sexualidad, la dimensión que permite una narración sin fracturas, sin oscilaciones (o que las oblitera). Podemos optar por articular las otras dimensiones —deseo y corporalidad— con la identidad, sometiéndonos a su primacía y sus mandatos, o elegir caminos que no supongan jerarquías entre ellas. Esta fue mi opción. Por eso, elegí la imagen del laberinto, que no contiene un trayecto obligatorio y perentorio sino muchos posibles. Esta multiplicidad de trayectos es capital para los estudios sobre género y sexualidad y una forma de salir de ciertas tautologías que nos tienen asidos, por un lado, a la construcción social y, por otro, a las identidades y sus contenidos y dictados.

El concepto de panóptico tiene una gran carga simbólica. Funcionaría de maravilla para explicar los múltiples encierros y vigilancias que se viven dentro de la cárcel. No obstante, usted contrapone la imagen del laberinto para explicar el derrotero carcelario. ¿Cómo se engarza esta alternativa al aplicarla a las relaciones de género y la vivencia —corporal y social— del deseo?

Contrapuse la imagen del panóptico –propuesta por Foucault como la expresión más acabada del poder disciplinario y su metáfora más profunda– a la de laberinto para comprender lo que efectivamente había encontrado en la cárcel. Creo que son dos imágenes y metáforas que permiten analizar y revisar no sólo el funcionamiento específico de la cárcel como institución disciplinaria, sino el uso de ciertas teorías y conceptos. Entre ambos yo ubicaría el trayecto mismo de mi investigación, que empezó buscando ciertas cosas y encontró otras, en muchos sentidos diferentes. En términos muy simples diría que la identidad corresponde al panóptico teórico de los estudios de género, al que se podría interrogar por la totalidad de la subjetividad y que daría cuenta tanto del cuerpo como del deseo. Yo postulo que el cuerpo y el deseo en la cárcel funcionan como laberintos y, ampliando mis conclusiones, propongo una mirada laberíntica para el conjunto de relaciones de género que, potencialmente, podamos estudiar. ¿Qué es un laberinto? Es un trazo sobre cierta superficie que tiene múltiples variantes para diversos trayectos. La identidad es una entrada en él y un trayecto posible; el cuerpo otro… el deseo.

En el trayecto de su investigación, usted propone un ingreso a través de lo discursivo para ahondar en la relación entre lenguaje y corporalidad, aclarando que no existe una distinción tajante entre discurso y práctica. ¿De qué modo eso que “se dice” incide en lo que “se hace” y lo que “se desea”?

Si bien al inicio del libro planteo que no existe una distinción tajante entre discurso y práctica (siguiendo a Laclau y Mouffe), luego arribo a un postulado diferente: hay que atender a las relaciones fragmentarias entre el discurso y la práctica. Un problema que se articuló poco a poco en la investigación fue que mucho de lo que se decía iba en una dirección contraria a lo que se hacía; las palabras seguían un rumbo y las cosas otras, por así decirlo. Esta disyunción y esta divergencia fueron capitales para entender la relación del lenguaje con la corporalidad, tal vez es el punto mismo donde se articula y se despliega el erotismo como una frontera entre el cuerpo y la palabra. Si sólo se atendía a la producción más evidente de significados, al discurso público, entonces todo aparecía como coherente y coincidente, pero si analizábamos los desbordes de las mismas palabras, las contradicciones, las formas del silencio, entonces surgían las relaciones de desencajamiento, de contradicción y de desasimiento entre los discursos y las prácticas que encontramos en la cárcel. El discurso puede ser una estrategia para sostener algo, pero también para permitir que se haga exactamente lo contrario a lo que se dice. Esta tensión fue la ruta que seguimos para comprender las dinámicas deseantes en la cárcel, nunca dichas, sugeridas y soterradas. Pero quisiera insistir en que no se trata de contraponer el discurso a las prácticas, como si el primero fuera el plano de la inteligibilidad y la regulación y las segundas el de la impenetrabilidad y la dispersión. Sería como replicar ciertos tópicos sobre lo civilizado y lo salvaje, lo dicho y lo indecible. Sólo puse el acento en relaciones diagonales, entrecruzamientos y desasimientos entre ambos planos de las relaciones sociales.

Usted desarrolla un análisis del orden social carcelario en diálogo con los principios que Foucault había establecido para comprender el disciplinamiento que éste produce. A usted le interesa recuperar lo que los sujetos encarcelados hacen con el orden irremediable del encierro, cómo ellos reorganizan el régimen disciplinario. ¿Qué transformaciones encontró en la peculiar legalidad instituida por los reclusos en la vida cotidiana de la cárcel de hombres? ¿Dé qué modo esto complejiza el concepto de disciplina?

He pensado esta investigación como un diálogo con los análisis de Foucault. Es de sobra conocida la gran influencia que ha tenido Vigilar y Castigar, un libro dedicado al nacimiento de la prisión en Europa. De algún modo, el libro determinó cierta forma de pensar la cárcel en general, y en muchos sentidos, las instituciones. Habría que agregar la influencia de Goffman con su concepto de ‘institución total’. En mi análisis la cárcel aparece desplazada con respecto a la totalidad goffmaniana y la disciplina foucaultiana. ¿Por qué? Porque la estudio a partir de los mismos presos y encuentro una legalidad y un orden social específicos que organizan muchos de los aspectos de sus vidas, que les permiten apropiarse y desplazar la institución, desterritorializarla y territorializarla de modos particulares, con fines diversos a los de la institución misma. No obstante, el horizonte último de la disciplina es su funcionamiento capilar y disperso, sin un centro de vigilancia sino con múltiples terminales de control: si así se la entiende, el método más eficaz de disciplinamiento es la legalidad y las relaciones de poder que los mismos internos construyen. De todos modos, habría que reconocer un desplazamiento en esta forma de disciplina con respecto a la foucaultiana, porque sirve para los intereses y fines de los mismos internos (o algunos de ellos), restringe y contradice las orientaciones de la institución misma, si es necesario, plegándose a ellas en un punto y desmintiéndolas en otro.

Esta misma línea de análisis se podría extender a otras instituciones bajo las preguntas: ¿qué hacen los sujetos con las instituciones?; ¿qué hacen los locos con los hospitales psiquiátricos?; ¿qué hacen los alumnos con las escuelas y los obreros con las fábricas?; ¿cómo se apropian, cómo transforman, cómo desplazan los sujetos estas instituciones clásicas del modelo disciplinario? En mi argumentación recurro a ciertas ideas de Deleuze y Guattari, pero especialmente a una: el deseo es una dimensión productiva de las relaciones sociales; de este modo, los análisis sobre el poder deben articularse con otros sobre el deseo, que permitan visualizar estos procesos de apropiación, desplazamiento y reformulación a los que me he referido.

Las figuraciones de la masculinidad en los modos de subjetivación de los reclusos imponen a la investigación un rodeo que es a la vez metodológico y teórico: la pregunta acerca de qué es ser hombre produce extrañamiento, lo que conduce a dudar de la masculinidad como atributo sustantivo y a constatar, en la práctica (o en los discursos) un juego de parcialidades y posiciones reversibles. ¿Cuál es el aporte de sus hallazgos a los estudios sobre masculinidades?

Creo que un punto importante que trabajé en la investigación son los desplazamientos entre una enunciación de la masculinidad —el plano de las identidades— y el de las prácticas vinculadas con su enunciación. Fue una cita la que me permitió entrar con mayor profundidad en el juego entre parcialidad y reversibilidad; en ella un interno me habló de un travesti preso en la cárcel que decía que ‘lo puto lo tenía en el culo’, pero que podía golpear a quien se le pusiera al frente. Ese travesti decía que era puto y hombre alternadamente y que en su propio cuerpo se encontraba el lugar —el culo— que le permitía transitar entre identidades y posiciones subjetivas. Por otra parte, había encontrado una dinámica entre intimidad y extrañamiento que apuntaba hacia una paradoja: los contenidos y las definiciones identitarias más apreciadas e importantes eran un producto social, el extrañamiento que se instalaba en el corazón mismo de la intimidad.

Ahora bien, la masculinidad no puede ser objeto de interrogación. Funciona, ante todo, como algo dado, natural, indescriptible en muchos sentidos. Por eso, en términos metodológicos, la pregunta acerca de ella y sus características supone que se ha desplazado de su lugar inconmovible y tácito. Nuestros entrevistados a veces rechazaban la pregunta, porque interrogaba acerca de lo que para ellos era evidente, transparente como el aire. Pero algunos la podían responder a partir de su experiencia en la cárcel, que ellos leían como una caída de su masculinidad. Ya estaba la distancia subjetiva y afectiva con lo que más valoraban. Observaban los restos de lo que ellos mismos eran.

Por otra parte, las dinámicas del deseo mostraban un saber compartido acerca de la seducción que, a su vez, señalaba las estrategias de desconocimiento que estos hombres elaboraban. Lo indico muy claramente en el libro: no se trata de que todos los hombres tengan deseos homoeróticos que permanecían ocultos o reprimidos hasta su llegada a la cárcel. No me interesan las explicaciones psicológicas. Creo que lo importante es señalar la configuración social del deseo, en la que se puede participar de modo directo, elusivo, proyectivo o aversivo, entre otras posibilidades. Entonces, de nuevo surge el extrañamiento ante la intimidad y sus gestos. Los internos huían de ser objetualizados (por ejemplo, mediante la seducción).

Lo anterior me permite sostener dos elementos centrales, a mi entender, en el análisis de la masculinidad: uno es el requerimiento sostenido y urgente de mantener la totalidad ante cualquier amenaza de fragmentación, la sustancialidad ante cualquier asomo de vacío, la permanencia ante la contingencia. Otro, es que la masculinidad les ‘exige’ a los hombres ocupar y mantener una posición de sujetos y rechazar cualquier objetualización de ellos mismos, incluso la que podrían hacer mediante una interrogación íntima.

El argot carcelario roba algunas categorías del género (el papel de “la mamá”, por ejemplo, o la división del trabajo al interior de las celdas) y la sexualidad (lo puto, el cabrón). ¿A qué obedece esta operación? Es posible reconocer cierta exaltación, o sacralización, de determinados valores asociados a lo femenino: la mamá en el polo de la pureza; mientras que la producción de masculinidades y el tráfico sexual parecen transitar otros caminos. ¿Cuáles son éstos?

La relación con lo femenino era muy contradictoria en la cárcel. Por una parte, se lo exaltaba de manera insistente, especialmente en la figura de la madre y de la Virgen, pero por otro se lo despreciaba y se lo rechazaba de modo tajante. No creo que la mamá, en el uso que se da al término en el argot carcelario (aquel que manda en una celda), esté vinculada con la pureza y con la exaltación de valores asociados a lo femenino. Más bien creo que se relaciona con la conformación de un orden social bastante perturbador que toma denominaciones y atributos para dirigirlos exactamente en la dirección contraria a la que se les da comúnmente. El orden social carcelario en algún sentido es un orden social invertido. Ahora bien, es un orden social instalado sobre las polaridades tributarias de otros órdenes; por ejemplo, la división sexual del trabajo entre ‘mujeres’ y ‘hombres que en la cárcel se reproduce mediante la creación de ‘mujeres’ provisionales y parciales que cumplen con algunas tareas que en el exterior se les asigna, habitualmente, a las mujeres (hablo del mundo popular). Entonces, el orden genérico y sexual opera de modo fragmentario e invertido en la cárcel. El cabrón se relaciona sexualmente con los putos porque no hay mujeres con las que hacerlo: los putos y los muchachos que se prostituyen funcionan también como mujeres parciales. De alguna manera, el que al jefe de una celda se le denomine como mamá se debe a que es el espacio de la reproducción de la vida cotidiana, lo más cercano al hogar en la cárcel. Pero, como si se replicara una división entre espacios privados y públicos, los presos más poderosos dentro del penal son conocidos como padrinos. Madres y padres: unas en el ‘hogar’, otros en la ‘calle’.

Las categorías manejadas entre los internos se complican al intentar traducirlas al lenguaje corriente y viceversa. ¿Cómo trabajar con conceptos como puto o maricón tal como lo manejan los internos? Por momentos no parecen estar ligados con la identidad o la preferencia sexual, aunque en otros afloran con toda su carga homofóbica. ¿De qué modo operan las convenciones sociales acerca de las preferencias sexuales en el ámbito carcelario?

Puto y maricón son expresiones del lenguaje cotidiano en México utilizados también en la cárcel. Son términos que intentan identificar a alguien, a la vez que lo descalifican, y que sin duda tienen una carga homofóbica. No obstante, responden a un imaginario sexual que no se organiza en torno a preferencias sexuales tal como las delimita la sexología y el sentido común sexual moderno —heterosexual, homosexual, bisexual—, sino a partir de una polaridad de identidades y posiciones subjetivas: hombre-puto. En este punto debemos indicar que la homofobia de la cárcel no corresponde al rechazo de una identidad —lo gay, lo homosexual— sino de un deseo, una práctica corporal, una posición en las relaciones de poder que se conjugan en el ‘puto’. Aquí la homofobia debe leerse como el rechazo tajante a lo abyecto que se condensa en el puto (rechazo que constituye lo abyecto en su mismo gesto). Lo abyecto, la parte caída de un sistema, la basura, lo rechazado, las sobras: eso es un puto. Por esto mismo funciona como el elemento caído, expulsado, en polaridad con el hombre: completo, integrado, prestigioso, estimable.

¿Podría explicarnos el aporte de las ideas de parcialidad y de reversibilidad para comprender la subjetivación erótica en la cárcel. Y más allá de ese entorno cerrado, ¿puede considerarse que también las formas en que se expresan la subjetivación, el género y la corporalidad son específicas? ¿Es posible encontrar experiencias similares en otros entornos no cerrados?

Como indiqué en otra pregunta, la parcialidad es una forma de organizar un orden de género y sexual específico para la cárcel, que vuelve a replicar la diferencia sexual sobre cuerpos ‘masculinos’ y entre hombres. La parcialidad surge, en mis análisis, como un rasgo central de los procesos de subjetivación en la cárcel, que se vincula de modo intenso con la operación contraria que reclama y protege una totalidad para la identidad masculina y su ejercicio. Lo que encuentro es que cualquier subjetividad es parcial y que cualquier cuerpo está formado de partes. Por eso no sólo en la cárcel la parcialidad apunta a un rasgo general de la subjetivación: une partes, trata de crear totalidades, ejerce un control sobre los fragmentos. La subjetividad y el cuerpo estarían, en último término, como hilvanados. A esto agregamos otra característica: la reversibilidad. Un orden de género y la afirmación de una subjetividad masculina se sostienen en la imperturbabilidad de sus términos y designios. El camino que seguimos nos permitió demostrar que esa imperturbabilidad era sólo una utopía subjetiva y una especie de cerrojo fallido ante la reversibilidad general de la subjetividad y los cuerpos; reversibilidad que se vincula con las oscilaciones corporales y deseantes que hallamos en nuestro estudio, en un estatuto parcial y fallido de las identidades.

Tal vez el punto más importante sea contraponer este tipo de análisis a otros que construyen la sexualidad y el género como objetos densos, discretos, fijos en muchos sentidos. Si en una cárcel de hombres hay parcialidades de mujeres —y de hombres— construidas sobre cuerpos masculinos; identidades que se desplazan sobre el cuerpo operando de modo alterno polaridades de género y deseos (como la señalamos en el caso del travesti y su culo), deseos que siempre encuentran objetos sustitutos y justificaciones posibles; entonces no estamos ante algo sólido y completo. Estamos ante un orden que funciona mediante su disolución y reconfiguración, mediante una recreación estratégica. Un orden de parcialidades, reversible, aunque suene paradójico.

Entre tanta representación —palabras y discursos para designar múltiples máscaras— ¿cuáles son los espacios que le quedan a la corporalidad? ¿Qué caminos hay que seguir para conseguir una genuina apropiación del cuerpo?, ¿hasta qué punto la experiencia corporal obedece a deseos o a imposiciones identitarias o discursivas? En el caso de “el más cabrón” que viola a los violines, por ejemplo, ¿se trata de un deseo corporal, de una expresión de identidad, o de una imposición subjetivada?

Yo me preguntaría si se puede hablar del cuerpo, si el cuerpo es un objeto discursivo, si se lo puede enunciar. Creo que hay una dimensión de la experiencia del cuerpo que no es discursiva ni puede transitar por el discurso. Este es un límite epistemológico y metodológico de las ciencias sociales para estudiarlo. Yo me limité a investigar ciertos entrecruzamientos entre cuerpo, identidad y deseo, que me parece constituyen la triada pertinente para estudiar género y sexualidad. Si entre el cuerpo, la identidad y el deseo se pueden construir relaciones de acoplamiento, de ‘alianza’ por así llamarlas, también se pueden configurar relaciones de desasimiento y de fragmentación. En este sentido, el ejemplo expuesto en la pregunta podría tratarse tanto de un deseo corporal, como de una expresión de identidad y de una imposición subjetivada. La clave es que nunca será sólo una de esas dimensiones y cada una se interceptará con la otra en una escena como la descripta.

No obstante, creo que la corporalidad debe entenderse como una dimensión liminar entre discurso y cuerpo. Este fue el concepto que mejor me sirvió para estudiar las relaciones entre ambos en la cárcel. No hablaba ante todo de un objeto rodeado de descripciones y prescripciones, sino de un proceso oscilante.

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