En 2008, Argentina se sumó con ímpetua la tendencia global de lucha contra la trata de personas. Desde entonces han sido promulgadas numerosas leyes, decretos y normativas a nivel nacional y provincial que endurecieron las penas por los delitos de trata y proxenetismo, prohibieron la publicidad de oferta de servicios sexuales y pusieron en marcha una serie de mecanismos para ‘rescatar’ a las mujeres víctimas de trata. Bajo una perspectiva ambigua que mezcla con frecuencia abolicionismo y prohibicionismo, las medidas han sido implementadas en un contexto de pánico moral, marcado por el secuestro de Marita Verón–una mujer de 23 años cuya desaparición ha sido vinculada a la prostitución forzada – y el asesinato y violación de Candela Sol Rodríguez, menor de edad.
Aunque celebrada por muchos, la ola anti-trata ha despertado críticas por parte de organizaciones que abogan por el reconocimiento de la prostitución como trabajo sexual. Además de no haber sido consultadas en la formulación de las medidas, señalan que las mismas han dado lugar a la persecución y abuso policial de quienes ejercen la prostitución de forma voluntaria.
Deborah Daich* y Cecilia Varela** son investigadoras y docentes de antropología de la Universidad de Buenos Aires. En 2012 y 2013 investigaron los efectos concretos de las normativas y prácticas anti-trata en los derechos de quienes ofrecen sexo comercial en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. El estudio, en vez de analizarla desde la perspectiva de los modelos legales, privilegia las formas de gobierno de la prostitución. Más allá de la interpretación literal de los modelos legales sobre prostitución, las antropólogas buscaron comprender los efectos concretos de las normas anti-trata y de la ‘industria del rescate’ en quienes manifiestan participar voluntariamente en el mercado del sexo. La investigación reveló que en los últimos años ha tenido lugar una creciente penalización del ejercicio de la prostitución, así comol a confusión entre prostitución forzada y prostitución voluntaria, lo que ha provocado un aumento en la clandestinización y estigmatización de las trabajadoras sexuales.
En entrevista con el CLAM, las antropólogas hablan sobre los principales efectos de la normativa anti-trata en los derechos de las trabajadoras sexuales, explican cómo ésta se ha traducido en la expansión de un poder de policía en torno a la prostitución y de qué modo interviene en la producción de subjetividades. Asimismo, detallan su propuesta de abordar la prostitución a partir de la antropología feminista.
¿En qué circunstancias se produjo y qué ha significado en la práctica, del punto de vista de sus entrevistadas, la puesta en vigencia de la Ley 26842 (Anti-trata) y reglamentos asociados, como la prohibición de publicidad de servicios sexuales y cierre de las whiskerías?
Deborah: La coyuntura actual se caracteriza por una serie de políticas y proyectos dirigidos a combatir la trata de personas con fines de explotación sexual, cuyos efectos concretos y prácticos penalizan, en verdad, el ejercicio de la prostitución. Estas políticas, en la práctica, se dirigen al sexo comercial pero claramente no apuntan a todo el mercado del sexo, sino que, siguiendo la selectividad propia del sistema penal, se dirigen principalmente a los sectores populares.
La ley de trata fue reformada en el año 2012 y a partir de entonces no distingue entre prostitución forzada y voluntaria, por lo que todas las personas que migren o se inserten en el mercado a través de un arreglo del cual extraiga beneficios un tercero –independientemente de su voluntad– son consideradas víctimas de trata o explotación sexual, convirtiéndose a la vez en objeto de políticas de “rescate” y “reinserción social”. Así, con Cecilia hemos identificado que mientras para el imaginario popular la “trata” remite a las inserciones forzosas en el mercado – la imagen de mujeres que son drogadas y forzadas, secuestradas y/o amenazadas–, el tipo penal de la “trata” dispone de la criminalización de una serie de prácticas vinculadas al mercado sexual mucho más ampliay la victimización de todas las personas que se involucren en el comercio sexual.
Los colaboradores de los procesos migratorios, quienes frecuentemente provienen de las redes de conocidos y parientes, pueden ser considerados “tratantes”, independientemente de la autoevaluación positiva que las personas puedan realizar de su proyecto migratorio e inserción en el mercado del sexo. Las “terceras partes” (volanteros, recepcionistas, personal de seguridad) también pueden ser, y han sido, consideradas judicialmente parte de las organizaciones criminales. Y por supuesto, también los dueños de los establecimientos (whiskerías o privados), que las leyes existentes podían penar por “proxenetismo”, cada vez más pueden ser vistos como “tratantes”, independientemente de que las trabajadoras – en un rango variable de arreglos económicos – ofrezcan voluntariamente servicios sexuales.
Lo curioso, además, es que los agentes institucionales participan de estas confusiones respecto de lo que la trata es o debería ser – lo que las personas creen que es y lo que está en la letra de la ley. En ocasiones hablan de la ley tal y como era antes de la reforma, en ocasiones invocan el Protocolo de Palermo, y en muy pocas ocasiones se refieren a lo que la letra de la actual ley efectivamente consigna. Claro que, en cuanto a las prácticas, es todo más entreverado aun.
Al mismo tiempo, a partir del año 2009 diversos municipios y provincias (tales como Córdoba, Tucumán, Río Negro, San Luis, Entre Ríos, San Juan y Tierra del Fuego) fueron sancionando normativa que prohíbe el funcionamiento de whiskerías y cabarets, como forma de combatir la trata de personas. Cabe aclarar que las “casas de tolerancia” (regentear o administrar lugares donde exista explotación de la prostitución ajena) ya se encontraban prohibidas por la antigua ley 12331. En este sentido, estas leyes y decretos provinciales prohibieron algo que ya estaba prohibido por una ley nacional y en plena vigencia. Pero en algunos lugares se prohibió, además, los establecimientos donde haya alterne y/o se “faciliten actos de prostitución u oferta sexual”, ampliando así las conductas sancionadas (por ejemplo, la chica que va al bar a “levantar”).
Acompañando estas políticas, el decreto 936/11 fue lanzado con el objetivo tanto de eliminar las expresiones discriminatorias referidas a las mujeres, como de luchar contra la trata de personas. El decreto creó una oficina que monitorea la presencia de avisos de oferta de sexo comercial y de demanda de personas para integrarse al mercado, y que se ha ocupado de exigirle a grandes periódicos que eliminen estos avisos. Comenzaron por los avisos que lo hacían de manera ostensible pero se dirigió luego a los que considera “engañosos” (como por ejemplo “Masajista”) por lo que las personas que se ven voluntariamente envueltas en el mercado del sexo se vieron privadas de la posibilidad de publicitar sus servicios. Así, si bien el ejercicio de la prostitución a título personal no está prohibido en este país, ahora sí está prohibido ofrecer un servicio sexual – de manera explícita o implícita– a través de un aviso clasificado en un diario.
En un contexto de fuerte pánico moral y sexual en torno a la prostitución, cualquier forma de sexo comercial (voluntaria/no voluntaria, bajo una relación de explotación/autónoma) comenzó a ser identificada como un delito de trata de personas. A su vez, en este contexto, los operadores de distintas burocracias estatales apelaron a diversos mecanismos y herramientas a los fines de mostrar una política exitosa de combate a la trata de personas.
¿En qué consiste su propuesta de abordar el tema a partir de las formas de gobierno de la prostitución?
Cecilia: Creemos que esta propuesta nos permite salir de un “callejón sin salida” del debate público respecto del sexo comercial que privilegia en demasía los modelos legales. Como antropólogas, creemos necesario privilegiar las formas como las personas viven cotidianamente el control jurídico-policial por sobre la enunciación de tal o cual modelo ideal como si fuera algo que funcionara perfectamente en la realidad. Entendemos que el poder opera a través de una multiplicidad de circuitos que no puede ser reducido a las normas legales en un enfoque de “arriba hacia abajo”.
Partimos de una perspectiva que se nutre de los aportes de Foucault y del enfoque esbozado en otros contextos por Jane Scoular y Teela Sanders. Para nosotras, el abolicionismo, el prohibicionismo y el reglamentarismo, (así como el modelo de legalización, frecuentemente invisibilizado en el debate público) describen aspiraciones políticas y sociales generales en torno al estatuto de la oferta de servicios sexuales, pero no hemos encontrado que la perspectiva de los modelos resulte una herramienta útil a la hora de capturar las formas concretas que asume, en distintos contextos, la regulación del mercado del sexo. En primer lugar, porque existe un enorme salto entre los objetivos planteados por los modelos y el despliegue y los efectos prácticos de las leyes y políticas públicas inspiradas en ellos. En segundo lugar, porque generalmente los marcos normativos responden a una articulación de elementos que exceden un único modelo (en nuestro país, por ejemplo, leyes penales inspiradas en un espíritu abolicionista se combinan con códigos contravencionales y de faltas de corte prohibicionista).
A su vez, las políticas de orientación abolicionista y neoabolicionista – generalmente entendidas como ausencia de regulación – generan, a través del sistema penal y la miríada de operadores de “rescate”, una nueva forma de regulación. Y si bien formalmente plantean la no penalización y la no persecución a las personas que ofrecen sexo comercial, pueden hacerlo perfectamente (y en nuestro país lo hacen) porque en su despliegue práctico generan consecuencias y una infrapenalidadque atraviesa las vidas cotidianas de las personas que ofrecen sexo comercial.
Atender a la cuestión desde una mirada que privilegia las formas de gobierno de la prostitución, permite incluir en el análisis las leyes penales y su despliegue efectivo, las regulaciones de menor jerarquía y las formas de ejercicio del poder de policía, junto con las prácticas de intervención y los saberes de los operadores “psi” y sociales abocados al “rescate” y “reinserción” de las mujeres que ofrecen sexo comercial. En nuestro trabajo de campo encontramos la coexistencia de formas de persecución estatal que apelaban alternativamente a mecanismos legales e ilegales. Entonces, pretendemos con este concepto eludir esta dicotomía y capturar la articulación de herramientas legales y extralegales (o cuya legalidad puede ser seriamente discutida) en la gestión de los ilegalismos de ese espacio social.
Otro actor que podría ser incluido como protagonista en esta perspectiva es el activismo anti-trata que en la Argentina permanentemente denuncia los lugares en los que se sospecha la existencia de sexo comercial, realiza campañas para despegar los volantes de oferta sexual que proliferan en las calles de Buenos Aires y activa así mecanismos de vigilancia “desde abajo”. Hablamos de gobierno de la prostitución y no de formas de gobierno del mercado del sexo porque entendemos que todas estas políticas se dirigen tan solo a un nicho específico del mercado en el cual se insertan los sectores populares. Los conceptos de “mercado sexual” y “sexo comercial”, tal como han sugerido investigadoras como Adriana Piscitelli o Laura Agustín, son extremadamente útiles para mostrar la heterogeneidad de intercambios de bienes económicos por servicios que poseen algún elemento sexual. La razón por la cual nosotras mantenemos el uso del término “prostitución” es porque queremos privilegiar en el análisis las prácticas de gobierno sobre aquellos servicios sexuales etiquetados de ese modo por las normativas, las agencias penales, los operadores anti-trata y los activistas anti-trata.
La “prostitución” no es un universo acotado de prácticas comerciales a priori, sino que es justamente producto de un proceso de permanente diferenciación que llevan adelante los mismos operadores y activistas en sus tareas de vigilancia y control. En ese proceso, determinados nichos del mercado sexual, perfectamente criminalizables con el marco normativo actual, tales como el sexo online pago y la pornografía, resultan diferenciados de la “prostitución” como objeto de preocupación social y gobierno. Finalmente, no es que las leyes no importen; sólo que importan después de este largo rodeo.
¿Qué aportes puede hacer una antropología feminista para esta perspectiva?
Deborah: La antropología feminista es clave en nuestra propuesta. Justamente porque somos antropólogas feministas es que planteamos la necesidad de salirnos de esta discusión basada en modelos generales y abordar la problemática desde la experiencia misma de las personas involucradas, de analizar el asunto a partir del tejido de un campo que habilite nuestra comprensión del mismo. La antropología feminista está bien acostumbrada a dar lugar a voces diversas y a atender a las diferencias, así como a señalar cuando las diferencias se tornan desigualdad. No puede abordarse esta temática sin una perspectiva de género que atienda, además, a las diferencias de clase, edad, etnia y raza – con las que el género se intersecta de manera compleja –, y sin un compromiso político por una sociedad más equitativa e igualitaria.
Ustedes señalan que la normativa argentina contra la trata y los modos en que ha sido implementada han creado una “zona de excepción” en la cual los derechos de las personas que ofrecen servicios sexuales se ven suspendidos o subordinados. ¿De qué modo, al ser declaradas “víctimas de la trata” estas personas son sometidas a abusos y violaciones de derechos?
Cecilia: Básicamente, el derecho “a ser rescatadas” ha subordinado tanto derechos ciudadanos ya consagrados (a trabajar, a migrar, a acceder a la salud) como derechos por los cuales las feministas luchamos (a decidir sobre los usos del propio cuerpo y a respetar la identidad autopercibida).
Deborah: Nuestro trabajo de campo se ha basado en la Ciudad de Buenos Aires y en algunos puntos del conurbano bonaerense. Y por lo que hemos visto allí, el derecho “a ser rescatadas” se transforma, en verdad, en el “deber de rescate” de los y las funcionarias, lo que habilita una variedad de acciones que pueden terminar vulnerando derechos. Hemos trabajado con personas que participan voluntariamente del mercado del sexo por lo que, en principio, ser declaradas “víctimas de trata”–contrariamente a las formas en que estas personas construyen su self – resulta estigmatizante. Para estas personas es casi una encerrona: se sienten estigmatizadas y etiquetadas cuando las declaran víctimas, y si se niegan a ser consideradas de tal forma, resultan sospechosas y doblemente estigmatizadas. Esta distinción jerarquizada entre víctima y trabajadora sexual viene a reproducir la división entre buenas y malas, la santa y la puta, la que merece ser reconocida y la que no. Y las feministas ya conocemos las implicancias de estas construcciones.
Cuando la empresa se vuelve salvacionista y se enmarca en el ámbito de la justicia penal, los derechos de las personas involucradas pueden verse subordinados o suspendidos. Ello tanto por mecanismos propios de la investigación penal que son violentos per se (como los allanamientos), como por los usos que particularmente adoptan las formas de gobierno de la prostitución.
Cecilia: Hemos podido registrar cuestiones muy graves, como las restricciones en el ejercicio de las libertades ambulatorias. Por ejemplo, en un operativo del año pasado, ordenado por un juez federal en la Ciudad de Buenos Aires, casi 50 mujeres que ofrecían sexo comercial en distintos departamentos privados de la ciudad fueron obligadas a subir a unos micros para trasladarse a otro lugar de la ciudad para ser entrevistadas por las operadoras de rescate. Tal como nos fue narrada esa escena por distintas mujeres que allí estuvieron, no se trataba de algo muy distinto a una razzia policial. Varias de ellas plantearon que no tenían voluntad de ir hasta este lugar, pero los operadores les plantearon que se encontraban “a su cargo” les ordenaron subir a los micros. Permanecieron “detenidas” hasta por 10 horas.
Hace pocos meses en uno de los habituales eventos anti-trata que proliferan en la Argentina, una activista contó orgullosamente como tenían que soportar que a veces las “víctimas” les pegaran a las rescatistas. Quiero decir, no se trata de algo muy oculto, en ocasiones no hay más que ir hacia la letra de lo que las propias activistas anti-trata dicen para percibir la violencia intrínseca a la lógica del rescate. Así, el problema general es que las mujeres que ofrecen servicios sexuales, vistas como “presuntas víctimas”, permanecen en una suerte de zona gris, limbo legal, pudiendo ser incluso retenidas contra su voluntad en el marco de los operativos anti-trata. El derecho penal moderno estipula cuáles son los derechos y garantías que asisten al presunto autor de un acto criminal; pero las “presuntas víctimas” que se resisten a ser “rescatadas”, en cambio, carecen de reglas claras o garantías.
Deborah: Y los ejemplos podrían seguir, puesto que hemos registrado también una serie de vulneraciones de derechos que tienen que ver con restricciones en el acceso a la salud, allanamientos seguidos de la clausura de la vivienda de estas personas; robos y abusos por parte de las fuerzas de seguridad, amedrentamientos y otros. Una cuestión que nos llamó mucho la atención y más nos preocupó, no sólo como investigadoras sino también como militantes por la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto Legal, Seguro y Gratuito, fue encontrarnos con casos en los que en los allanamientos se buscaban también pastillas de Oxaprost, droga utilizada para practicar abortos en un contexto siempre difícil ya que en nuestro país el ejercicio de tal derecho se encuentra criminalizado. Esta interferencia disciplinadora sobre otras decisiones de las mujeres sobre sus cuerpos no sólo constituye otra vulneración de derechos sino que además debería encendernos una alarma.
En su investigación también establecen vínculos entre las normativas citadas y la expansión de un “poder de policía” en torno a la prostitución. ¿Cuáles son las características de dicho poder?
Cecilia: A la sombra de la discusión dominante sobre el tipo penal de la trata de personas y la cuestión del consentimiento en el que gran parte de las feministas abolicionistas parecen haber concentrado todas sus energías, han proliferado en la Argentina toda una serie de normativas de baja jerarquíaque prohíben cuestiones tales como los “actos de prostitución”. Por eso los límites entre un esquema legal abolicionista y un marco normativo prohibicionista se han tornado cada vez más difusos. Estas normativas de prohibición de whiskerías y cabarets, tanto como las reapropiaciones de normativas menores como las que analizamos en el informe para el caso de la CABA [Ciudad Autónoma de Buenos Aires], son las que tienen los efectos más fundamentales al permitir una ampliación del poder de policía en cada escala local.
Las 6 provincias que han seguido el modelo de la provincia de Córdoba delimitaron una nueva zona de actuación, definida de una manera laxa y amplia como “lugares abiertos al públicos en los cuales se realicen, toleren, promocionen, regenteen, organicen o de cualquier modo faciliten actos de prostitución u oferta sexual, cualquiera sea su tipo y modalidad”. Así, ya no se trata de la persecución de la explotación de la prostitución ajena, sino sencillamente la prohibición de aquellos espacios en los que se realicen “actos de prostitución”. De manera un tanto paradójica, si bien el ejercicio de la prostitución no se encuentra penalizado en la Argentina, en algunas regiones del país se encuentra prohibido.
Dejamos a los abogados la explicación de esta paradoja legal, respecto de la cual seguramente se podría argumentar su inconstitucionalidad. Me gusta a veces pensar que es una suerte de modelo sueco-argentino, una manera de prohibir la prostitución sin sancionar directamente a la trabajadora sexual. En la práctica esta situación arroja a las mujeres que ofrecen sexo comercial a la permanente discrecionalidad de los operadores locales. Policías e inspectores municipales pueden irrumpir en domicilios particulares, sin control judicial ni orden de allanamiento, expulsar a los moradores, y clausurar viviendas en las que se presuma se desarrolla el trabajo sexual. En algunas localidades, como Mar del Plata, cuando todo esto fracasa, los inspectores municipales procuran cortar los servicios de gas y electricidad a las viviendas.
Se trata de eliminar toda oferta de sexo comercial indoors – ya inextricablemente asociada a la “trata”. No importa mucho si los mecanismos que se utilizan son legales o ilegales. Entonces, “poder de policía” no remite aquí únicamente a las atribuciones de la institución policial, sino a aquel poder que puede ser ejercido por distintos operadores de las burocracias estatales (tales como los inspectores municipales) justamente cuando no existeuna clara situación de derecho.
Deborah: Esto es bien claro en la Ciudad de Buenos Aires y es de lo que, en buena parte, nos hemos ocupado en el informe. Desde el año 2011 y con mayor fuerza desde el año 2013 el Gobierno de la Ciudad, a través de la Agencia Gubernamental del Control – AGC (la oficina que habilita y fiscaliza locales comerciales, industriales, obras civiles y de servicios privados, entre otras cuestiones) – comenzó a desplegar un dispositivo de permanente inspección sobre los lugares en los que se ofrece sexo comercial con el fin de clausurarlos (independientemente de si se trataran de lugares públicos o domicilios particulares). Así, esta política combinó herramientas legales (inspecciones administrativas a los lugares que cuentan con habilitaciones en rubros como whiskerías o bar) y otras de dudosa legalidad (“tareas de inteligencia” que llevaron a “inspecciones” a domicilios particulares que no cuentan con ninguna habilitación comercial), y se propuso, a su vez, una amplia estrategia de espectacularización mediática de las acciones emprendidas.
En los casos en que carecían de una orden judicial, los inspectores municipales desarrollaron estrategias tales como concretar citas telefónicamente, como falsos clientes, para poder ingresar al lugar. En algunos casos también, en los días previos tomaron servicios con las trabajadoras sexuales del lugar. De acuerdo a los relatos de las protagonistas, una vez ingresados al domicilio en calidad de clientes, los inspectores revelaban que se trataba de un “allanamiento” en busca de “trata de personas”, permitiendo ellos mismos el ingreso de la Policía Metropolitana. Paradójicamente, en esos procedimientos irregulares y violatorios de garantías constitucionales tales como la inviolabilidad del domicilio, también se presentaron operadores de asistencia del área trata de la subsecretaría de Derechos Humanos del gobierno de la CABA, quienes intentaron dialogar con las posibles “víctimas”. Y aquí es donde la “industria del rescate”, concepto que retomamos de Laura Agustín, se articula y/o se mimetiza con este poder de policía.
Los efectos de dichas normativas y prácticas se extienden al ámbito de la subjetividad de quienes ejercen la prostitución. ¿Qué aspectos destacarían al respecto?
Cecilia: Ese es un asunto extraordinariamente complejo y a seguir explorando. Básicamente hemos trabajado bajo la comprensión de que el poder opera a partir de una multiplicidad de circuitos. Una perspectiva que no privilegia el nivel discursivo de la ley y se ancla en el universo de las prácticas, necesariamente tiene que ponderar los modos en que esas normativas legales y los andamiajes burocráticos puestos en marcha, entre otras cuestiones, producen sujetos al estimular y provocar determinadas modalidades de identificación.
“Trabajadoras” y “víctimas” son las ficciones legales a partir de las cuales algunas feministas debaten sobre el estatuto que debería darse a la oferta de servicios sexuales, no son ni lejanamente las categorías bajo las cuales se identifican la mayoría de las mujeres que ofrecen sexo comercial. Más allá de que como feminista piense que la categoría “trabajadora” – impulsada por organizaciones de mujeres que han significado su experiencia de vender sexo comercial de determinada manera– es la más potente políticamente, me parece que lo que planteaba Deborah sobre una perspectiva de la antropología feminista tiene que ver con recuperar todas esas otras perspectivas y puntos de vista.
Yo creo que las estructuras de interpelación con las cuales dialogan las mujeres que ofrecen sexo comercial tienen que ver con la figura de la “puta” que las devalúa como “malas mujeres”, por un lado, y con la figura de la “delincuente” que las ancla en el mundo de los ilegalismos. Nuestro trabajo nos ha llevado a desconfiar de la relevancia que pudiera tener una ausencia de criminalización del ejercicio de la prostitución. En términos de las vidas concretas de unos sujetos que son objeto permanente de vigilancia y control por parte de las burocracias penales, invisibles frente al estado como trabajadoras (y de manera más amplia como sujetas de derecho), pero objeto de inspección permanente por parte de policías y operadores judiciales, la cuestión de si la prostitución a título personal se encuentra penalizada es un asunto a veces meramente formal. Pensamos que el sistema penal es un espacio de producción de sujetos y que el sujeto que allí se produce queda muchas veces más del lado del mundo de los ilegalismos, que de cualquier otro.
En este marco, el impacto del rescatismo es una cuestión a ponderar y sobre la cual no tenemos aún todos los elementos. Se trata de una modalidad de intervención basada en los saberes “psi” que “trabaja” sobre el estigma ya existente, orientándose a mostrar a estos sujetos lo “indigno” de su condición tanto como les demanda que asuman esa verdad sobre sí mismos. Es evidentemente un dispositivo de subjetivación. Que esa idea de “dignidad” se presente aparentemente despojada de valores morales en un discurso recubierto de un lenguaje de derechos no es relevante en términos de sus intervenciones prácticas. La estructura moral del estigma que divide a las mujeres entre “santas” y “putas” atraviesa la relación entre la rescatista y la rescatada y es previa a la patada del policía tras el cual ingresan las psicólogas al allanamiento.
Sin embargo, una perspectiva desde la antropología feminista debería aportarnos un panorama más complejo, capaz de contemplar las múltiples y cambiantes identificaciones de las mujeres que ofrecen sexo comercial, tanto como las tácticas que ellas pueden desplegar incluso para lidiar con el rescatismo. Por ejemplo, ellas pueden usar tácticamente la idea de “inocencia” y armonizar su testimonio de acuerdo a los requerimientos de los operadores porque entienden que ese recurso las libera más rápidamente de la intervención. Habitualmente lo que más preocupa a las mujeres en el contexto del “rescate” es la ruptura de la red de ocultamientos que se tejen alrededor de la inserción en el sexo comercial, es decir, el estigma. Otras veces, en la ausencia de otros mecanismos que permitan resolver conflictos con la patronal, presentarse como “víctimas” es la única forma disponible para hacerse visible frente al estado y demandar algún tipo justicia o resarcimiento.
El precio es borrar todo trazo de agencia en la eventual migración e inserción en el mercado, presentándose como “víctimas perfectas”. Desde ya que una perspectiva que entiende que las mujeres que ofrecen sexo comercial son meros cuerpos sufrientes, víctimas, sujetos enajenados, despersonalizados, incapaces de elaborar “planes de vida” (para nombrar algunos de los términos que son habituales escuchar en el campo argentino) no permite ver esos movimientos. Yo pienso que es necesario combinar un análisis sobre las condiciones de explotación y desigualdad a partir de las cuales se produce la inserción en el sexo comercial junto con las tácticas que las mujeres despliegan para paliar esas asimetrías, las cuales pueden en algunos casos recurrir a la victimización. Se trata de ver cómo se negocia la propia identidad y se presentan versiones adecuadas de “sí mismo” en un contexto inestable, de pocas certezas, de tiempos cortos, atravesado por el estigma y en el cual el único efecto de legibilidad posible frente al estado se produce bajo la categoría “víctima”.
Entonces, la pregunta podría tener dos direcciones:no solo pensar cómo el dispositivo del rescate produce efectos subjetivos en las mujeres que ofrecen sexo comercial, sino también observar como ellas se apropian tácticamente de ese dispositivo y lo incorporan a un repertorio de prácticas que permite paliar asimetrías en un marco de relaciones de desigualdad y desplegar tácticas de evasión en tiempos cortos, sin presuponer por ello que ellas asumen esencialmente la categoría de “víctima”.
Sin embargo, en ese punto tal vez los efectos subjetivos más notables de la campaña se encuentren entre quienes justamente no ejercen la prostitución. ¿Qué pasará con los cientos de operadores sensibilizados, directores de escuelas, maestras, operadores de justicia que crecientemente identifican cualquier forma de inserción en el sexo comercial con el delito de trata de personas y la prostitución con el aniquilamiento subjetivo de la persona? Se trata de sujetos que tienen la posibilidad de amplificar los mecanismos de inspección y que pueden tomar decisiones que impactan de manera directa sobre las vidas de estas mujeres.
Deborah: El año pasado, durante el trabajo de campo, tuvimos varias oportunidades de apreciar estas situaciones, recuerdo particularmente una, cuando conversaba con una mujer que hace años participa del mercado del sexo comercial. Nos conocimos cuando con Cecilia estábamos siguiendo los cursos judiciales de los casos de allanamientos y clausuras porque a ella le habían clausurado el departamento en el que trabajaba junto con su amiga. Mientras tomábamos un café y conversábamos, salió el tema de los hijos. Y entonces ella me contó cuánto quería contarle a sus hijas la verdad acerca de su actividad. Para sus hijas adolescentes, ella trabaja como empleada de limpieza en un hotel. Entonces pensé en cómo las trabajadoras sexuales deben lidiar cotidianamente con el estigma de puta, que habilita la denostación social y funciona como mediación ideológica para la violencia de género. Y cuando le pregunté si temía que la juzgaran o que sus propias hijas la discriminaran y desvalorizaran, me miró sorprendida y me dijo: “No, no. Yo hace muchos años que trabajo de esto. Esperé a que las nenas fuesen más grandes para contarles pero ahora con todo lo que sale en la tele, yo no sé cómo decírselo. Yo no quiero que ellas piensen que soy una víctima, que me violan, que me castigan, ¿entendés? ¿Cómo hago para explicarles lo que hago cuando todos los días en la tele ven cualquier cosa?”.
Las políticas actuales respecto de la trata y de la explotación sexual tienen una fuerte impronta victimista. Y la forma en que aparece este victimismo tanto en las políticas como en los discursos públicos me parece que es bien problemática. Que dificulta nuestras posibilidades de comprensión de los fenómenos, al tiempo que permiten alentar nuevas formas de estigmatización. Todo esto no implica desconocer la existencia de relaciones de poder, ni las desigualdades que estructuran nuestra sociedad. Como en tantas oportunidades lo ha mostrado Adriana Piscitelli, o también José Miguel Nieto Olivar, esto no implica negar las historias de miseria y opresión que pueden existir alrededor de la prostitución.
Creo que quizás el desafío consista en elaborar discursos que nos piensen como sujetos con derechos y no víctimas inevitables, que reconozcan las relaciones de poder y las múltiples desigualdades pero que asuman también que éstas no siempre se traducen en pura y absoluta dominación.
*Deborah Daich es Doctora en Antropología (UBA), Investigadora del CONICET y docente del Departamento de Ciencias Antropológicas, FFyL, UBA. Integrante de la Colectiva de Antropólogas Feministas, Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género, FFyL, UBA. deborahdaich@yahoo.com.ar
**Cecilia Varela es Doctora en Antropología (UBA), Investigadora del CONICET, IIGG-FSOC-UBA y docente del Departamento de Ciencias Antropológicas, FFyL, UBA. ceciliainesvarela@gmail.com