En América Latina, los movimientos de mujeres han recorrido un importante camino en la conquista de iguales derechos. Los avances se han dado con especial rapidez en los últimos dos decenios, en buena medida gracias a su inclusión en las agendas internacionales sobre desarrollo. Son particularmente visibles en países que sufrieron profundas transformaciones políticas en un contexto en el que la equidad de género se ha convertido en un tema ineludible. Pero la ponderación de dichos logros requiere trascender el plano formal en el que son reconocidos y considerar otros aspectos que afectan la garantía efectividad de derechos. Esto es patente en la esfera de la participación política. Pese a que en países de la región el número de mujeres electas y designadas para cargos públicos ha aumentado ostensiblemente en los últimos años, también reportan graves situaciones de acoso y violencia en su contra.
El Índice de Equidad de Género 2007 de Social Watch –red internacional de organizaciones que luchan para erradicar la pobreza y toda forma de discriminación– ubicó a Ecuador, junto a Guatemala, Panamá y El Salvador, entre los 10 países del mundo que reportaron más avances en materia de ingresos económicos y equidad de género entre 2004 y 2007. El país andino –el primero de la región en aprobar el voto femenino en 1929– es también reconocido por su compromiso con la erradicación de la violencia de género y la formulación de leyes y políticas orientadas a garantizar una mayor participación política de las mujeres.
Una serie de reformas legislativas y constitucionales iniciadas a mediados de la década de 1990 elevó la participación política de las mujeres de forma significativa. La Asamblea Nacional pasó de estar integrada en 1998 por 13,2% de mujeres a 46% en 2013. Y este año, por primera vez, el cuerpo legislativo llegó a ser dirigido por parlamentarias que ocuparon la presidencia y las dos vicepresidencias. A esto se suma la decisión de Rafael Correa de nombrar a lo largo de sus tres gobiernos un gabinete paritario en términos de género. Las medidas también impactaron el número de mujeres votantes, que desde 2007 superó al de electores masculinos.
En Bolivia, la participación política paritaria y la erradicación de la violencia de género han tenido un lugar central en la agenda política de los últimos años. La producción normativa al respecto se ha enmarcado en el reconocimiento de sectores históricamente excluidos, como mujeres e indígenas, así como en el proceso de descentralización del Estado, que además de otorgar mayor autonomía a los gobiernos locales, ha incentivado la participación política de las mujeres a nivel local. En la década de 1990 se promulgaron leyes favorables a la equidad de género en la esfera política, como la Ley de Partidos Políticos y el Código Electoral, que determinaron una cuota mínima de participación femenina correspondiente al 30% e implementaron la alternancia entre hombres y mujeres en la conformación de listas electorales. En 2009, la nueva Constitución política reconoció, entre otros, el derecho a la “equivalencia de condiciones entre mujeres y hombres” y la igualdad en materia de participación política.
Los resultados de estas medidas son tangibles: según la Corte Nacional Electoral boliviana, en 2009 se registró un aumento de legisladoras en la Cámara de Senadores (cuyo porcentaje alcanzó el 44,45%) y en el nivel municipal 43% de las concejalías titulares fueron ocupadas por mujeres ese año. Al igual que su homólogo ecuatoriano, Evo Morales conformó un gabinete paritario, compuesto actualmente por 50% de mujeres.
Aunque estas cifras constituyen avances históricos, investigadoras y activistas de ambos países han denunciado prácticas que limitan el acceso de las mujeres al poder político, las disuaden de aspirar a posiciones en el gobierno y trasladan a este ámbito las relaciones de subordinación y dominación por género.
Según un estudio sobre acoso y violencia política contra mujeres autoridades públicas en Ecuador dirigido por la socióloga María Arboleda, de 457 mujeres electas en 2009, por lo menos 100 denunciaron agresiones en su contra, así como 85% de las que participaron en el proceso electoral. Entre las principales prácticas denunciadas se cuentan la exclusión de las mujeres en la toma de decisiones en el seno de los partidos, la invisibilidad electoral (manifiesta en mayor publicidad de candidatos varones), insultos sexistas por parte de sus colegas en cuerpos legislativos, aislamiento, amenazas, robo de planchas electorales y asaltos. Estas agresiones, señala el estudio, se han dado en respuesta a denuncias por corrupción y nepotismo realizadas por mujeres contra hombres que ocupan altos cargos públicos; o bien por la negativa de las mujeres a acatar con sumisión la voluntad de sus copartidarios varones; e incluso por no comportarse según modelos hegemónicos de feminidad. En este sentido, afirma Arboleda, “los hombres pretenden que ellas se subordinen, les permitan que las tutoreen, que acepten ser tratadas como menores de edad o ‘bonitas, como floreros’, de ‘pantalla, de presencias sin voz”.
En el caso de mujeres indígenas y afroecuatorianas, las violencias se solapan con otras relacionadas con su pertenencia étnico-racial. La investigadora ecuatoriana señala, por ejemplo, que en espacios de deliberación o toma de decisiones se suele ignorar la lengua hablada por mujeres indígenas no bilingües, lo que en la práctica las condena al ostracismo. “El establecimiento colonial del español como lengua de dominio”, agrega, “se une a un mayor acceso de los varones indígenas al bilingüismo —por su histórica y cultural movilidad entre los mundos ‘de adentro y de afuera’”, lo que además dificulta la autorepresentación política de las mujeres indígenas que no cuentan con medios para ser traducidas.
En Bolivia, el aumento de la participación femenina ha sido acompañado de un escalamiento de la violencia de género. Para Ximena Machicao, el aumento reciente de los feminicidios, las agresiones sexuales a niñas y la violencia intrafamiliar e institucional contra las mujeres debe ser entendido como respuesta a los avances en el reconocimiento de sus derechos. “Lo que veo es una reacción de tipo causa y efecto. Cuanto más ganen espacios de poder, más se exponen las mujeres a situaciones de riesgo y vulnerabilidad”, afirma.
Machicao, quien lleva adelante una investigación sobre violencia política en Bolivia, señala que entre 92% y 93% de las agresiones contra mujeres electas en el país provienen de militantes políticos. “Se trata de mujeres dirigentes que son sometidas a una serie de violencias por sus propios compañeros. A estas mujeres que han sido elegidas por voto popular les están pidiendo la renuncia con prácticas violentas como el secuestro y agresiones físicas. Una mujer fue secuestrada durante 14 horas y la obligaron a firmar un papel en blanco, que se convirtió en su carta de renuncia. Otra también estuvo secuestrada por 12 horas para que firmara su dimisión”, relata la investigadora.
La socióloga boliviana denuncia además la manipulación de mecanismos que buscan promover la paridad de género para servir a fines contrarios. Ejemplo de ello es la alternancia de género, según la cual hombres y mujeres deben conformar listas de forma intercalada con el fin de evitar que los cargos de elección sean ocupados sólo por los primeros. Al respecto relata Machicao: “A ellas se les está exigiendo su renuncia, no a los hombres. Debido a la alternancia, si ellas renuncian, sube un hombre a ocupar su lugar. Y lo están haciendo de formas brutales. Hace un año, por ejemplo, mataron a una de las líderes de la Ley de Acoso y Violencia Política. Hay miembros del Concejo acusados de este delito: el presidente, el vicepresidente y la primera secretaria del Concejo. Este no es sólo un problema de hombres, es de mujeres también. Ellos están imputados por el delito de asesinato, pero están libres”.
En ambos países lo que parece estar en juego es la lucha por la transformación o la conservación de un orden político excluyente. Según Arboleda, la violencia política es correlato de tensiones que surgen entre un sistema hegemónico androcéntrico y otro emergente que, mediante la introducción de un elemento foráneo (la participación política de las mujeres), buscaría subvertirlo. Frente a esto, el sistema hegemónico desplegaría distintas formas de violencia conservadora.
Sin embargo, aclara María Eugenia Rojas Valverde, dicho orden no sólo está consignado en la letra de la ley, sino anclado en la cultura política y la institucionalidad política informal del país; ámbitos que con frecuencia se muestran todavía más refractarios al cambio. Tanto la cultura como la institucionalidad política informal se consolidan mediante un proceso histórico que sobrevive los cambios de gobierno, incluso cuando estos son neoliberales o de izquierda. Este efecto se hace evidente en el caso boliviano y en el ecuatoriano, donde las acciones de gobiernos que ven en la participación política de las mujeres una condición necesaria para la ampliación de la democracia se topan con la oposición de una fuerza diseminada en una multiplicidad de discursos y prácticas políticas que parecen inasibles para las herramientas jurídicas.
Machicao señala que, paradójicamente, los relatos sobre violencia política recabados para su investigación corresponden a mujeres integrantes del “Proceso de Cambio”, el proyecto político de Evo Morales. “Esta violencia se ha incrementado fuertemente en los últimos meses porque estamos en campaña electoral. Muchas organizaciones sociales y comunitarias creen que los hombres pueden garantizar de mejor manera la reelección de Evo Morales que las mujeres. Entonces se está apelando a que ellas salgan para que esos espacios sean retomados por los hombres. Esto evidentemente responde a una lucha de poder. En 2010, cuando se dio este avance sustantivo en la participación de las mujeres, al recoger sus credenciales y volver a sus municipios muchas concejalas electas empezaron a ser presionadas para renunciar”, afirma.
Esto no significa, sin embargo, que los cambios legales en la materia hayan sido fútiles. Como señala Arboleda, el acoso y la violencia política contra las mujeres autoridades públicas responden a una “re-territorialización de la subordinación y el control de las mujeres en el espacio público, en el gobierno y en los procesos sociales de formación de autoridad”, y “se corresponden con penalidades y castigos también informalizados que son los que configuran el fenómeno de violencia política en razón de género”. En este sentido, es necesario entenderlas y abordarlas más allá de la norma escrita y considerar los marcos sociales y culturales en los que se inscriben. De lo contrario, se corre el riesgo de que las leyes sobre el tema sean arrastradas por una corriente mayor que impida su sedimentación.