El reconocimiento internacional alcanzado por la película “La teta asustada”, de la cineasta Claudia Llosa, permitió colocar en primer plano de la agenda noticiosa la situación de las peruanas víctimas de violencia sexual durante el conflicto armado ocurrido entre las décadas de los ochenta y noventa. A su vez, fue una oportunidad para cuestionar el manto de silencio e impunidad que aún se tiende alrededor de estos hechos.
La historia se sustenta en los hallazgos de la investigación de la antropóloga estadounidense Kimberly Theidon entre mujeres de comunidades campesinas de Ayacucho, sometidas a prácticas sistemáticas de violencia sexual por parte de los bandos beligerantes, principalmente por las fuerzas armadas del Estado, como parte de operativos destinados a arrasar a los alzados en armas e intimidar a la población civil de las comunidades rurales andinas, para evitar que les brindaran apoyo.
En ese contexto de barbarie, miles de mujeres andinas fueron expuestas a violaciones, ya sea durante las incursiones armadas en sus comunidades, al ser detenidas o interrogadas o al acercarse a las bases militares a indagar por sus familiares desaparecidos.
Si bien la mayor parte de las violaciones reportadas provienen de elementos de las fuerzas armadas (83%), los miembros de grupos subversivos tampoco estuvieron exentos de responsabilidad sobre estos hechos.
La Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) reportó 527 casos de violación sexual contra mujeres. Sin embargo, las víctimas fueron muchas más. La mayoría se resiste a romper el silencio y reconocer los actos a que fueron sometidas, por temor a la sanción social que pasará a pesar sobre ellas.
Los efectos devastadores de la violencia sexual
A causa de las violaciones masivas que se practicaban en sus comunidades, muchas mujeres tuvieron embarazos no deseados, hecho que significó la condena y estigmatización por parte de sus propias parejas, familiares cercanos y vecinos –configurando una suerte de “revictimización”. El terror y la humillación vividos impactaron las vidas de estas mujeres, obligadas, además, a criar a hijos que involuntariamente habrían de recordarles para siempre los terribles momentos experimentados.
En ese contexto de dolor y sufrimiento, la lactancia implicaba para ellas transmitir los sentimientos negativos de rabia y tristeza a sus criaturas, fenómeno que Theidon denomina como “la teta asustada”.
“La violencia sexual sufrida por mujeres campesinas de las zonas andinas del Perú no sólo significó la invasión de sus cuerpos, con las consiguientes secuelas en su salud mental, sino también afectó su posición como miembros de la comunidad”, afirma Diana Portal, abogada, integrante del equipo del Estudio para la Defensa de los Derechos de la Mujer, DEMUS. Esta organización feminista realiza desde hace más de cuatro años un trabajo de acompañamiento de mujeres campesinas de los distritos de Manta y Vilcas, en la región andina de Huancavelica, sometidas reiteradamente a agresiones sexuales por los efectivos de la base militar instalada en su jurisdicción.
La especialista sostiene que el impacto de esta violencia es de tal magnitud que no sólo involucra a las mujeres que la sufrieron de manera directa, sino a todo su entorno. “No son solamente ellas, toda la comunidad tiene que sanar sus heridas, porque la situación traumática vivida ha roto el tejido social existente y ha afectado la confianza básica en los individuos y en el colectivo”, explica Portal.
La búsqueda de justicia y reparación para las victimas de violencia sexual en el conflicto armado demanda acciones en el terreno jurídico, pero también un paciente trabajo de recuperación de la salud mental de las afectadas, su empoderamiento y la restitución de su dignidad.
En esa perspectiva, la intervención de DEMUS en las comunidades de Manta y Vilcas implicó la construcción de un modelo de salud mental comunitaria que se ha ido elaborando con las propias mujeres desde un enfoque de género, intercultural y de derechos humanos. La propuesta se cimienta en los componentes de promoción, prevención y atención y supone el establecimiento de relaciones diferentes entre la población y los operadores del sistema local de salud. “Se apunta a un modelo de diálogo que reconozca las percepciones de las personas, dentro de su cultura y cosmovisión”, indica la especialista.
Este modelo está en proceso de transferencia a la Dirección Regional de Salud de Huancavelica, como una forma de dar sustentabilidad a las demandas de salud mental de la población en su conjunto, en el marco del Plan de Reparaciones establecido a partir de las recomendaciones de la CVR.
El grupo de trabajo consideró que la violencia sexual sufrida por las mujeres peruanas durante el conflicto armado, por ser en muchos casos de carácter sistemático y generalizado, configura un crimen de lesa humanidad. En tal sentido, estos delitos son imprescriptibles y deben ser juzgados y sancionados, en el marco de las normas internacionales de Derechos Humanos suscritas por el Perú.
Sin embargo, la obtención de justicia y reparación supone un largo camino por recorrer, con obstáculos como la falta de adecuación de las normas nacionales al Estatuto de Roma, que en su Artículo 7, inciso (g) estipula como crimen de lesa humanidad la violación sexual, esclavitud sexual, prostitución forzada, embarazo forzado, y “otros abusos sexuales de gravedad comparable” cuando son cometidos como en el caso del Perú, “como parte de un ataque generalizado o sistemático contra una población civil y con conocimiento de dicho ataque”. Pero, sobre todo, choca con la ausencia de una voluntad política clara por parte del gobierno.