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Dichos y entredichos de la violación

Fuerte polémica provocaron en Colombia las declaraciones públicas del dueño de un famoso restaurante desvirtuando la denuncia de una violación que habría tenido lugar en su establecimiento. Sus dichos reactivaban dos tipos de argumentos, que no dejan de ser frecuentes ante estas situaciones. Por un lado se acusa a la víctima de ser responsable por la agresión, que ella supuestamente habría provocado al no acogerse a las normas de castidad que, para cierto punto de vista, rigen la conducta femenina. Por otro, al involucrar a padres, esposos o hermanos de la víctima, que no habrían controlado adecuadamente la conducta de sus mujeres, se evoca una idea de honra que subordina su sexualidad a la tutela masculina. La visibilidad mediática del caso y las reacciones generadas parecen indicar el cuestionamiento de códigos eróticos que refuerzan la desigualdad entre hombres y mujeres. Sin embargo, decisivo para el caso fue que este tuviera lugar en un contexto de élite, donde ciertos códigos de ‘corrección política’ también han adquirido vigencia. Con ellos contrastan las alarmantes cifras de violencia sexual contra mujeres en el resto del país.

El pasado mes de noviembre, el padre de una joven de 19 años denunció que su hija había sido violada en el parqueadero del restaurante Andrés Carne de Res, ubicado en el municipio de Chía, cerca a Bogotá. De acuerdo con la reconstrucción judicial de lo sucedido, la mujer llegó al lugar la noche del 1º de noviembre acompañada de un grupo de amigas, entabló conversación con dos hombres –uno de ellos el acusado– con quienes bailó e ingirió alcohol. Según uno de los trabajadores del lugar, el acusado condujo a la mujer, quien caminaba con dificultad debido a su estado de embriaguez, a un lugar oscuro ubicado en el parqueadero del lugar, tuvo relaciones sexuales con ella y, tras intentar reanimarla, la dejó tendida en el suelo. Análisis médicos señalaron que ella sufría un alto nivel de intoxicación por consumo de alcohol.

Tras conocerse la denuncia, Andrés Jaramillo, propietario del lugar, afirmó en entrevista radial que era importante analizar "qué pasa con una niña de 20 años que llega con sus amigas, que es dejada por su padre a la buena de Dios. [Si] Llega vestida con un sobretodo y debajo tiene una minifalda, pues a qué está jugando. Para que ella después de excomulgar pecados con el padre diga que la violaron". En su descargo sugirió también que la denuncia respondería al interés en desprestigiar su establecimiento, al poner en entredicho su seguridad, y agregó que, en todo caso, él no podía controlar la cantidad de alcohol que consumían sus clientes.

Un grupo de mujeres congresistas, entre ellas la senadora Gloria Inés Ramírez –autora de un proyecto de ley que busca tipificar la violación como crimen de lesa humanidad–, cuestionó las declaraciones del empresario, que al justificar la agresión y responsabilizar a la mujer por lo sucedido no hacían sino revictimizarla. En medio de un despliegue mediático pocas veces visto en estos casos, organizaciones sociales convocaron un plantón frente a una de las sedes del restaurante, en el que mujeres vestidas con minifalda protestaban exigiendo respeto a su autonomía sexual.

El evento se dio en un contexto de alerta ante las graves proporciones de la violencia sexual en Colombia, que suma sentido al repudio frente a lo sucedido. Un reporte del Instituto de Medicina Legal señala que entre enero y septiembre de este año fueron reportados 11.333 casos de violencia sexual contra menores de edad, de los cuales 83% corresponden a niñas. Según el documento, esto equivale a que cada hora dos niñas son víctimas de violencia sexual en el país. Por su parte, en su 56º período de sesiones el Comité CEDAW advirtió sobre la gravedad de este tipo de violencia en el marco del conflicto armado y señaló que las mujeres campesinas, indígenas y afrocolombianas son las más afectadas por las agresiones sexuales perpetradas por actores armados.

Si bien la violencia interna de Colombia contribuye de manera ostensible al agravamiento de esta problemática, organizaciones sociales han afirmado que la violencia sexual al margen del conflicto armado y en contextos urbanos también ha registrado una preocupante escalada en los últimos años. Según datos recopilados en un informe alternativo sobre derechos de las mujeres en Colombia presentado al comité de la CEDAW de Naciones Unidas, la tasa de violencia sexual registrada entre 2010 y 2011 ha subido a 49 casos por 100.000 habitantes, la más alta del último decenio. A la expresividad de esas cifras se suma el caso reciente de una niña de 11 años que fue violada y asesinada en su casa en Bogotá.

Sin embargo, este lamentable panorama no es nuevo en Colombia. Organizaciones sociales vienen denunciando la grave situación de los derechos de las mujeres en el país. Las agresiones involucran desde prácticas de control sobre su vida cotidiana hasta ataques con ácido. Según la Encuesta Nacional de Salud 2007, 15,6% de las mujeres casadas o en unión libre depende de la autorización de su cónyuge para salir solas a la calle y Colombia es el país que registra el mayor número de ataques con ácido contra mujeres en el mundo. Igualmente alarmante son las distintas formas de violencia sexual (violación, esclavitud sexual, tráfico de mujeres con fines de explotación sexual, entre otras) relacionadas y no relacionadas con el conflicto armado, así como los feminicidios. En la región, el país ocupa uno de los primeros lugares en número de mujeres asesinadas con armas de fuego y cortopunzantes.

Por otra parte, muestra del grado de banalización a que ha llegado la violencia sexual contra mujeres es que en el caso citado haya sido el dueño del restaurante, y no el acusado, el primero en salir a desvirtuar públicamente la denuncia. Del mismo modo, la Fiscalía de Cundinamarca archivó el caso con inusitada celeridad, al dictaminar que no existirían evidencias que permitan comprobar que la mujer fue violada. Lo hizo en menos de 10 días, algo que, como afirma la revista Semana, “se puede considerar un récord investigativo frente a otros asuntos similares”.

Politizar el género y la sexualidad

En un texto sobre violencia sexual, consentimiento y poder publicado en castellano en 2008, intitulado Somnolencia de Foucault, el sociólogo francés Eric Fassin señala que el cuestionamiento de las jerarquías de género y la dominación masculina a que lleva la politización del género y la sexualidad pone en duda los códigos eróticos de la sociedad. Para el sociólogo, dicha politización constituye “una extensión del ámbito de la deliberación democrática” propia de las sociedades democráticas contemporáneas. Esta se hace especialmente visible en el caso del acoso sexual y la violación. Según su argumento, al castigar conductas como la violación o el ‘atentado al pudor sin violencia’ (nombre que recibieron en Francia las relaciones sexuales entre mayores y menores de edad) se está sometiendo la sexualidad al imperio de la ley. Por ello se teme que, en vez de castigar el acto violento, lo que se ponga en entredicho sea la sexualidad misma, al convertirla –como tanto preocupaba a Foucault, a propósito del debate sobre el establecimiento de una edad legal de consentimiento sexual en ese país– en “una especie de peligro que merodea, una suerte de fantasma omnipresente que va a actuar entre hombres y mujeres, entre niños y adultos, y eventualmente entre adultos”.

Si bien esa politización –que en la actualidad constituye la principal arena de lucha de los movimientos de mujeres y LGBT– ha rendido frutos inestimables en materia de derechos, quizá sea demasiado optimista pensar que el solo cuestionamiento del derecho va a redundar automáticamente en la puesta en duda de las normas sociales; o que por lo menos va a tener el mismo eco en todos los ámbitos sociales y beneficiará de la misma forma a todas las personas. La violencia sexual es una muestra de ello.

En los últimos años Colombia ha desarrollado un andamiaje jurídico importante en materia de violencia contra las mujeres y violencia sexual, que promete seguir creciendo. Sin embargo, como señala Franklin Gil Hernández, investigador de la Escuela de Estudios de Género de la Universidad Nacional de Colombia, “las normas sociales siguen una tendencia distinta de lo que dicen las leyes y algunas organizaciones por los derechos de las mujeres”. Para el investigador colombiano, más allá de su insolencia, las declaraciones del empresario Jaramillo dan cuenta de un sentido común ampliamente compartido sobre lo que sería el comportamiento adecuado de las mujeres.

“Los grupos de mujeres y feministas han instaurado un sentido común jurídico según el cual el abordaje de la violencia sexual no puede depender de prejuicios relacionados con la vida sexual o la forma como se visten las mujeres. Pero ese sentido común no ha logrado un lugar preponderante y aún existen ideas fuertemente instaladas sobre lo que representa una mujer en la calle, de noche, vestida de cierta forma, consumiendo alcohol y sobre cómo ese comportamiento inadecuado justificaría las violencias a las que está expuesta”, explica.

Para Gil Hernández, las altas tasas de violencia sexual y violencia contra las mujeres dan cuenta de la disonancia entre los logros alcanzados en el derecho y lo que ocurre en otros ámbitos de la sociedad. La Encuesta Nacional de Salud 2007 y la Encuesta Nacional de Demografía y Salud (ENDS) 2010 evidencian cómo la violencia contra las mujeres no es percibida en todos los contextos como algo reprobable, sino que en determinadas situaciones es justificada”, afirma. La ENDS señala que, sin incluir los abusos sexuales por parte de esposos o compañeros, el 6% de las mujeres en edad fértil entrevistadas en todo el país reportaron “haber sido violadas o forzadas a tener relaciones sexuales contra su voluntad”. Este porcentaje, aclara el estudio, es igual al registrado en la edición 2005 de la Encuesta.

El hecho de que estos indicadores permanezcan estables o que incluso hayan aumentado en los últimos años contrasta con el repudio ante los dichos y hechos del caso del restaurante Andrés Carne de Res. La movilización suscitada parecía dar cuenta de una transformación cultural respecto al tema. Sin embargo cabe preguntarse qué fue, en este caso, lo que causó tanta indignación y sobre todo tanta visibilidad mediática. En opinión de Gil Hernández, el elemento detonante del debate, más que el objeto de la denuncia, fue lo dicho por el dueño del restaurante. Para el antropólogo, buena parte del escándalo se debió a que “hay cosas que no se dicen, pero que fueron dichas”. En otras palabras, la visibilidad en ciertos medios de comunicación y algunos espacios se situaría más en la orilla de lo políticamente correcto que en el carácter deplorable del acto mismo.

En este caso adquiere relevancia también el perfil de clase de la clientela del restaurante. Como señala Gil Hernández, Andrés Carne de Res ocupa un lugar importante en la ciudad en términos simbólicos y de consumo. El restaurante está dirigido a una élite blanco-mestiza bogotana y ocupa un lugar destacado en el turismo gastronómico del país. Según la etnografía de Leonardo Montenegro, en él confluye “la alta burguesía bogotana”. Sin duda, estas características favorecieron la visibilidad del caso, tanto por parte del padre de la joven que entabló la denuncia, como del empresario Jaramillo, cuya preocupación pareció centrarse más en el modo en que este episodio afectaría la imagen de su restaurante que en si fue cometida una violación o no.

Mientras el caso de Andrés Carne de Res era ventilado en medios de comunicación y redes sociales, el 21 de noviembre, la Red de Mujeres contra las Violencias hacia las Mujeres del Distrito de Buenaventura (ciudad ubicada en la costa pacífica colombiana, con uno de los índices más altos de pobreza del país y donde predomina la población afrocolombiana) convocó un plantón para denunciar los feminicidios cometidos en la ciudad, que en 2011 dejaron 38 mujeres asesinadas y que este año ya suman 13. Pese a llevarse a cabo frente a las fiscalías de varias ciudades, incluyendo la de Bogotá, el evento pasó mayormente desapercibido.

“Hubo una diferencia muy grande en el cubrimiento mediático de ambos casos y yo creo que eso tiene que ver con la gente que es importante para la sociedad. Probablemente los asesinatos de mujeres en Buenaventura resultan menos importantes que la violación de una mujer blanca de élite. En esta ocasión, la persona pudo visibilizar el caso, algunas redes hicieron lo mismo y las declaraciones del dueño del restaurante encendieron más la indignación de la gente”, afirma Gil Hernández.

Son pues varios los interrogantes. ¿Son todas las mujeres igualmente beneficiadas por el mentado cuestionamiento de los códigos eróticos de la sociedad? ¿Cómo se distribuyen sus beneficios según diferentes marcadores sociales como la clase social, la raza, la pertenencia étnica? ¿Cuáles mujeres son incluidas como merecedoras de protección y cuáles no? ¿Por qué motivos?

La amenaza de violación

No obstante lo sonoro del debate, la forma en que operan los argumentos que justifican las violaciones o que ponen en tela de juicio las denuncias apenas fueron abordadas. Pese al cuestionamiento de los lugares comunes visitados por el dueño del restaurante, sus argumentos aún conservan cierta eficacia debido a la forma como estos representan la sexualidad de hombres y mujeres, así como el carácter performativo de la amenaza-justificación de violación.

En su etnografía con hombres vasectomizados en Oaxaca, el investigador norteamericano Matthew Gutmann llama la atención sobre lo que parecería ser una inversión del “antiguo paradigma de la antropología feminista”, según el cual las mujeres estarían más cerca de la naturaleza, mientras que los hombres se ubicarían del lado de la cultura. Al analizar los discursos populares y médicos sobre la sexualidad masculina, Gutmann afirman que en la actualidad “los hombres y sus sexualidades están mucho más cerca de la naturaleza que las mujeres y las suyas”. El antropólogo señala que en ese contexto la sexualidad masculina es abordada como una “ilusión totémica”, en la medida en que esta es naturalizada “como una entidad fija, como algo totalmente distinto de la sexualidad femenina”. La sexualidad, afirma, es entendida como “un proceso de compulsiones y restricciones psicosociales, en el cual a los deseos sexuales, necesidades y satisfacciones masculinos se les da un carácter ostensiblemente naturalizado y minuciosamente generificado”.

El mismo fenómeno se observa en los casos de violación, donde la sexualidad masculina es vista como una fuerza latente que, una vez despierta por el coqueteo femenino, escapa al control del hombre, lo domina y conduce indefectiblemente al acto sexual consentido o no. De ahí que en las denuncias de violación sigan siendo frecuentes las preguntas que indagan sobre el modo en que las mujeres estaban vestidas y el comportamiento que sostuvieron frente a su agresor. O que algunas campañas para prevenir la violación aún enfaticen las prácticas de protección que las mujeres deben ejercitar para no exponerse a estas circunstancias, en lugar de interpelar a los hombres o propiciar cambios culturales. La polémica propuesta de una línea de ropa interior femenina a prueba de violación, que sus creadores recomiendan usar cuando se practica ejercicio en la calle, se sale de noche o se acude a una fiesta, es quizá uno de los ejemplos más recientes al respecto. De forma paralela a la totemización de la sexualidad masculina, la femenina es representada como un bien frágil y expuesto al peligro que debe ser tutelado por un hombre (el padre o esposo de la mujer), o en su defecto resguardada por la propia mujer mediante una serie de prácticas seguras.

Por otro lado, en virtud del miedo que produce, la amenaza de violación opera como un mecanismo que facilita la incorporación de una norma de género relacionada con los comportamientos socialmente adecuados de las mujeres. En ello radica la fuerza performativa tanto de la violación como de los argumentos que la justifican, que no son más que la otra cara de la amenaza de su realización.

Gil Hernández evoca cómo la amenaza de violación opera en tanto mecanismo normativo del género, al “regular la forma como las mujeres están en los espacios, pero también como una norma encarnada. Las mujeres ‘saben’ adónde pueden ir y adónde no, a qué horas pueden caminar libremente. La amenaza de violación es concreta y como norma funciona muy bien porque se instaura en el cuerpo. El miedo funciona de forma eficaz para que las mujeres no hagan ciertas cosas, no salgan. Algunas mujeres administran ese miedo y aprenden técnicas de defensa personal que les permiten experimentar la calle de otra forma o no sentirse vulnerables. Sin embargo, no creo que la solución a estas violencias sea hacer que las mujeres se sientan más seguras, porque las amenazas de la calle son concretas”, concluye.

Mientras la cuestión no sea abordada consistentemente por políticas públicas, los escasos avances en materia de autonomía de las mujeres, incluso en el ámbito de la sexualidad, seguirán amenazados. La urgencia de estas medidas parece todavía más patente en el contexto actual de diálogos entre el Estado colombiano y la guerrilla de las FARC. Si bien no toda violencia sexual depende del conflicto armado o se vincula con el mismo, como han señalado algunos investigadores, las transiciones democráticas y los contextos posconflicto ponen por un lado en tensión los aspectos del género y la sexualidad articulados a cuestiones de seguridad. Por otro lado, debido al lugar preponderante –simbólico y material– de esos marcadores en la construcción de la nación. Por ello no es extraño que las violencias de género y sexuales mantengan su intensidad e incluso se disparen cuando la violencia armada parece tocar su fin. No es un tema menor para Colombia, donde ex gobernantes, políticos y funcionarios públicos adalides de un discurso belicista hablan sobre el conflicto armado como la fuente de todos los males del país, que sólo cesarán cuando el enemigo sea sometido por la fuerza.

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