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Ley de los ojos morados

Claudia Rivera es antropóloga y forma parte del Grupo de Estudios de Género, Sexualidad y Salud en América Latina (GESSAM) y del Grupo Conflicto Social y Violencia de la Universidad Nacional de Colombia. Fue coordinadora académica de los “Conversatorios entre hombres sobre violencia intrafamiliar”, un proyecto de intervención en prevención de violencia de género, con hombres en la ciudad de Bogotá. En esta entrevista, Claudia habla de la regulación jurídica y otros aspectos de la violencia doméstica y de género en Colombia.

¿Cuál ha sido históricamente el tratamiento legal de la violencia intrafamiliar en el país?

Para hablar de los antecedentes y de las críticas que se han hecho a la ley más reciente, es fundamental considerar el trabajo de Mónica Pérez Trujillo, “Agresiones entre parejas. Identidad de género y experiencia de ira entre hombres y mujeres en Bogotá”. En ese trabajo la investigadora expone que las primeras leyes para la sanción de la violencia intrafamiliar en Colombia son muy recientes: aunque en códigos jurídicos del siglo XIX se hablaba de algunas regulaciones sobre el maltrato físico que los hombres infringían a sus esposas, la primera fue la Ley 294, de 1996. En ella se hace por primera vez una definición de violencia intrafamiliar, que incluía infringir maltrato físico o psicológico, incurrir en violencia sexual y también restringir la libertad de movilidad de las mujeres. Contenía sanciones que iban de un mes a dos años de prisión. El problema era que esa ley privilegiaba la conciliación sin suministrar mecanismos suficientes ni de reparación del daño hecho ni de seguridad para las mujeres. En muchas ocasiones los maridos después de 72 horas de detención llegaban y tomaban represalias contra la mujer denunciante. La otra cuestión grave era que en el caso de violencia sexual la ley sancionaba con una pena menor el delito si se trataba del cónyuge, el compañero permanente, con quien se hubiera convivido o con quien se tuvieran hijos en común. Pero otro problema fundamental siempre ha sido la inefectividad de la aplicación de la ley y la manera como son tratadas las mujeres en estos procesos.

¿Qué desarrollos legislativos hubo posteriormente?

Esa ley fue reformada por la Ley 575, de 2000, que se caracterizó por establecer claramente las responsabilidades de las Comisarías de Familia y de los Jueces de Paz en relación con la violencia intrafamiliar. Esta reforma parcial tiene varias fallas, entre las que se cuenta que ninguno de estos cargos tienen facultades judiciales, y privilegian procesos de conciliación sin garantías. No tienen ninguna autoridad para instaurar procesos legales en contra de los agresores y, cuando se da un proceso legal, el proceso de denuncia es un camino agónico que casi siempre lleva a que las mujeres desistan. Sin mencionar los penosos procesos de dictamen de medicina legal.

La investigación que menciona y los grupos de mujeres han denunciado que la última reforma legal ha significado un gran retroceso, que se une a un marco poco efectivo de reducción de la violencia de género.

La Ley 882 de 2004, llamada “la Ley de los ojos morados”, que básicamente reforma el artículo 229 de la Ley 575, fue presentada por el senador Moreno de Caro y firmada por el presidente Uribe después de un dudoso proceso de debate. Esa Ley ha sido considerada por diversas organizaciones que trabajan en la defensa de los derechos de las mujeres como un tremendo retroceso frente a las luchas de las mujeres, en cuanto al reconocimiento de la violencia conyugal contra ellas, como una violencia de género y como un asunto de derechos humanos. Esta ley volvió a insistir en la violencia conyugal como un problema de la institución familiar. Según el Código Penal que rige desde 2000, la violencia conyugal es un delito contra la familia, por lo que en vez de considerarla una violación de los derechos humanos de las mujeres, la configura como un delito contra una institución social, que se defiende sin ser puesta nunca en cuestión. De otro lado se refuerza la idea que homologa las mujeres a la familia.

Lo más grave es que se sigue considerando como un problema individual o de la intimidad de la pareja, en el que el Estado no tiene ingerencia alguna. No es considerado un problema de derechos humanos, aunque existen estudios que muestran que en Colombia, luego del cáncer cervical, la violencia conyugal y sus consecuencias ocupan un lugar importante en las causas de enfermedad y de muerte de las mujeres. En Bogotá por ejemplo en el 2004, dice Medicina Legal que hubo 6.005 casos denunciados y judicializados de violencia contra las mujeres, donde en el 91% los casos el agresor era el esposo de la víctima y el resto eran niñas. Esto indica claramente que se trata de un problema de violencia de género. Y es un problema aún más grave que el Estado y la Ley colombiana no lo reconozcan, a pesar de que se comprometió en convenciones internacionales a abordar la problemática desde esa perspectiva. Colombia ha firmado la Convención para la de Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra la Mujer y la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer.

Otra cuestión fundamental es que la violencia sexual no quedó formando parte de la ley. El Procurador General de la Nación recomendaba volver a la definición anterior del Código Penal sobre violencia intrafamiliar y en ese momento llegó a decir que, en lugar de “los ojos morados”, debía llamársela la “ley de despenalización del abuso sexual conyugal”. El mismo título de la ley –de los ojos morados– vuelve a una noción de violencia conyugal extrema, donde el énfasis está en el daño físico, pero no insiste en considerar una definición más general que incluya los daños emocionales, los malos tratos verbales y las restricciones a la libertad de las mujeres.

Dos de cada tres mujeres colombianas consultadas para la Encuesta Nacional de Demografía y Salud de 2005 contestaron que sus esposos o compañeros ejercían o habían ejercido formas de control sobre ellas. El 26 por ciento de las mujeres contestó que sus esposos se expresaban en forma desobligante hacia ellas. Una tercera parte de las mujeres contestó que sus esposos o compañeros las amenazaban. Dos de cada cinco mujeres reportaron haber sufrido agresiones físicas por parte de su esposo o compañero. El 85 por ciento de las mujeres que han sido objeto de agresión física por parte de su esposo o compañero ha sufrido secuelas físicas o psicológicas como consecuencia de la golpiza. Sólo la quinta parte (21 por ciento) de las mujeres agredidas por su esposo o compañero acudió a un médico o establecimiento de salud para recibir tratamiento e información.

Las acciones legales atienden un hecho puntual, cuando de hecho las pocas mujeres que denuncian vienen de una larga historia de maltrato. No es la primera vez que son víctimas de agresión.

Efectivamente, en muchos de los casos que he seguido, la mujer que denuncia tiene un largo historial de maltrato, en el cual las mujeres dejan pasar “los pequeños maltratos” o aquellos que según sus valoraciones no son importantes, y llega una “paliza” que las motiva a denunciar. En uno de esos casos, una mujer me comentaba que después de 20 años de abuso físico e incluso abuso sexual, ella finalmente decidió denunciar porque el marido le pegó con la mano. Antes de eso le pegaba con objetos, con el cable de la plancha, con palos, con la escoba… pero la medida máxima de maltrato para ella fue golpearla con sus propias manos. En otro caso, una mujer me contaba que pasados 10 años después del primer maltrato ella fue a denunciar al compañero porque le pegó en la cara, y le dejó una lesión visible. Para ella no era necesario denunciar cuando le pegaba en otras partes del cuerpo y le dejaba marcas de las cuales nadie se daba cuenta.

Aparte de estos criterios para clasificar la gravedad de las lesiones ¿por qué otras razones las mujeres no denuncian?

En primer lugar por miedo. Pero también porque muchas de ellas consideran que los hombres tienen este derecho concedido por la institución matrimonial. Una de las mujeres justificaba el maltrato porque le ayudaba a corregir varios defectos que tenía en su rol de esposa: decía que su esposo lo hacía por su bien, ya que ella se portaba mal, era gritona, regañona y descuidada con las labores domésticas.

Es importante considerar aspectos culturales en la aplicación de la ley, como el hecho de que la violencia contra las mujeres en el contexto familiar aparece como una práctica natural.

En varios de los casos que conocí esto es evidente, sobretodo cuando se considera que no es un problema tan grave y que existe una fuerte posibilidad de que se dé. Como dicen algunas de las mujeres, “hace parte de la vida conyugal”. A pesar de que se han superado muchos sesgos de género en la legislación en el que las mujeres quedaban en desventaja, de todas maneras esos sesgos siguen presentes en la manera como actúan los jueces. En algunos casos de crimen pasional, las penas que se imponen a las mujeres son comparablemente más severas. Cuando tú matas a tu cónyuge te dan el doble de pena y no se distingue el sexo del infractor, pero en algunos casos se expresan diversos estereotipos de género en los argumentos, por ejemplo suponer que las mujeres cometen un asesinato premeditado, mientras que los hombres actúan en un momento crítico de alteración emocional y dolor, ante una traición, por ejemplo. Cabe decir que en muchos casos de mujeres que matan a sus maridos, existen antecedentes de violencia de parte de sus compañeros, los cuales muchas veces no han sido atendidos oportunamente, o situaciones de defensa propia ante una golpiza.

El formulario de reporte de casos de violencia sexual es un claro ejemplo de procedimientos legales cargados ideológicamente. El formulario es explícito al respecto: existe una pregunta a la víctima que indaga si llevaba prendas provocativas. Esta pregunta mantiene la sospecha de que la mujer es responsable por la agresión que recibió. Asumir un marco de equidad de género y de derechos humanos tiene como consecuencia eliminar esta sospecha: la mujer puede ir vestida como sea y eso no significa que otorgue algún derecho a quien la ve de hacer nada que ella no permita de manera libre. Esa manera de pensar está también presente en los relatos de las mujeres agredidas. Muchas de ellas se sienten en parte responsables, e incluso he conocido terapias sicológicas que tienen un componente para hacer conscientes a las mujeres de la responsabilidad que tuvieron en el evento de abuso.

Aspectos más generales como la paridad doméstica y el acceso al trabajo son claves en la solución de este problema.

Por supuesto. Aunque el problema de la violencia de género no es algo que se da sólo en las clases populares, hay una diferencia fundamental que tiene que ver con el acceso a la ley. En éste, el capital económico o cultural, en el caso de clases medias, es fundamental para que una mujer esté dispuesta a denunciar. De la misma manera las mujeres que no tienen independencia económica y que tienen muchos hijos soportan por muchos años situaciones de maltrato en el que el argumento más fuerte es el bienestar de los hijos.

Estas violencias deben ser consideradas como cuestiones de género y de derechos humanos.

Es claro que el foco de estas políticas públicas no son las mujeres, y la última reforma a la Ley es clara en esto. No para decir que no sea algo importante, pero la preocupación por la violencia intrafamiliar nace como una preocupación por los niños, y en esta preocupación las políticas públicas se hicieron en especial para proteger una institución social: la familia (nuclear, heterosexual) es considerada a ultranza la célula de la sociedad y ambiente fundamental e ideal de la reproducción social. Ese modelo nunca es puesto en cuestión.

En el tratamiento de este problema se considera el valor de las vidas humanas. Es claro que la vida que “vale más” no es la de las mujeres, a no ser que su bienestar contribuya al bienestar de la familia y de los hijos. Ese nudo axiológico es evidente también en el actual proceso de despenalización del aborto; la mayoría de las sentencias, las ponencias y los argumentos en contra se concentran en exponer cuál es la vida que vale más, que es –por supuesto en esos argumentos– la del nonato. El hecho de que la violencia contra las mujeres no sea un asunto de derechos humanos es una muestra más de que las mujeres tienen un menor valor, lo cual como decía no es sólo un problema de formulación de la ley, sino también un problema cultural que afecta tanto la concepción de la Ley como su puesta en práctica.

¿Qué son los “Conversatorios entre hombres sobre violencia intrafamiliar”?

Se trata de una intervención de tipo cultural con un componente de investigación. Usualmente el problema de la violencia contra las mujeres se aborda como una especie de terapia de tipo psicológico a la víctima, mientras que los agresores sólo son convocados para ser sancionados. Esta es una de las primeras veces que se involucra a los hombres en este tipo de programas para trabajar en este problema. No podemos afirmar que todos los hombres sean de hecho agresores, pero sí reconocer que los hombres, tanto los agresores como los no agresores, son aliados fundamentales para poner en práctica las políticas públicas orientadas a reducir la violencia de género.

¿Quiénes qué alcance tuvieron?

Fue un programa del Departamento Administrativo de Bienestar Social (DABS) de la ciudad de Bogotá. Participaron de manera voluntaria 450 hombres de 22 localidades de Bogotá. Los grupos eran bastante heterogéneos y la edad de los hombres oscilaba entre los 15 y 60 años. Algunos de ellos eran beneficiarios de los programas de las comisarías de familias, al haber sido objeto de demandas de violencia conyugal.

¿En qué consistieron?

El eje central de los conversatorios fue violencia de género y derechos humanos. Los talleres se basaban en una estrategia en la que se buscaba hablar de la violencia desde la propia experiencia y desde aspectos culturales locales. Esta forma de trabajo partía de la base de que el problema de la violencia conyugal contra las mujeres era una violencia de género fuertemente reproducida en la cultura local. Ciertas construcciones de masculinidad (especialmente las que relacionan masculinidad a fuerza y a agresión) y ciertas socializaciones de género otorgaban una cierta legitimidad a los actos violentos de los hombres contra las mujeres. Por eso en los talleres se ponían en cuestión representaciones de género y se abordaba la socialización de género en las diferentes etapas de la vida a través de actividades de teatro, composición musical, escritura y deportes como el fútbol. Para atraer a los participantes usamos elementos de la cultura popular local, especialmente de la música. Los 8 talleres llevaban títulos de canciones populares como “golpe con golpe yo pago, beso con beso devuelvo”, “muy delicioso”, “nació varón” y “juntos caminemos juntos”.

¿Cuáles fueron los principales resultados del proyecto?

Los resultados más interesantes fueron los de tipo cualitativo. A veces existen dificultades para valorar ese tipo de logros desde los entes gubernamentales, que normalmente manejan metodologías cuantitativas para medir resultados y no las aplican a un proceso de larga duración y o a problemas que demanden más que una intervención puntual. Se recogió información cualitativa, a través de la realización de talleres y de etnografía, sobre relaciones de género y violencia en las diferentes localidades. Entre estas informaciones se encuentran: la fuerte presencia de la idea de ‘guerra de los sexos’ difundida por los medios de comunicación; el reconocimiento de la importancia del trabajo de las mujeres en el ámbito público y laboral; una apreciación del trabajo en el hogar como algo valioso y fundamental, aunque pocas veces visto como trabajo. Del lado del tema de la violencia, se encontró que muchos de los hombres habían sufrido violencia intrafamiliar en su infancia, así como muchos de los adolescentes la vivían en ese momento, situación que motivaba a generar cambios en las pautas de crianza en el caso de ser padres.

En primera instancia se obtuvo un reconocimiento de la violencia intrafamiliar como fenómeno presente e importante de tratar. Esto puede sonar extraño, pero en Colombia la violencia considerada grave es la del conflicto armado y la de la inseguridad, pero no la intrafamiliar. Fue un primer cambio y el más notorio. En segundo lugar, en los últimos talleres, las mujeres que participaron decían que sus compañeros habían cambiado con ellas, que las respetaban más, que habían comenzado a ayudar en la casa – “de a poquitos” –, también con los hijos e hijas, con los oficios domésticos y que andaban más tranquilos. También surgieron inquietudes para organizar en algunas comunidades grupos de hombres en torno a la problemática de violencia intrafamiliar. En tercer lugar, en algunos lugares observamos que algunos hombres comenzaron a reconocer que algunas prácticas que los reafirmaban como hombres tenían muchas veces como consecuencia la producción de violencia contra las mujeres, los niños y niñas y a veces contra otros hombres.

En el caso de adolescentes en los colegios, niños como entre 12 y 16, obtuvimos otra clase de resultados relacionados con la convivencia en la comunidad educativa, especialmente con relación al trato a las compañeras y profesoras. Incluso, en uno de los colegios, tres jóvenes tomaron la iniciativa de crear un Observatorio de la Violencia Intrafamiliar que funcionara dentro de la institución educativa, pero dirigida a su barrio. Es una lástima no poder hacer un seguimiento a todo esto, pues valdría la pena ver como siguen estos procesos iniciados.

Una última cosa que se encontró, lo cual es preocupante, fue una profunda homofobia. Esto nos mostró la necesidad de enfocar esfuerzos hacia la problemática de la discriminación de prácticas sexuales y del deseo, poniendo énfasis en los Derechos Sexuales. Si bien los talleres tenían estos derechos como parte fundamental de las actividades, se habían pensado más hacia las mujeres.

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