Por Manuel Alejandro Rodríguez Rondón
En las últimas tres décadas se ha consolidado un activismo global que busca erradicar en sociedades ‘no occidentales’ la llamada ‘Mutilación Genital Femenina’ (MGF). Asociada frecuentemente al Islam, dicha categoría involucra una gran variedad de prácticas de modificación de los genitales femeninos a través de cortes, que son llevadas a cabo por grupos del África oriental y occidental, sudeste asiático y Oriente Medio, así como por comunidades indígenas de América del Sur. Diversa en su composición, la militancia anti MGF articula organizaciones sociales, medios de comunicación, gobiernos y organizaciones internacionales como la ONU, que desde 2004 conmemoran todo 6 de febrero el Día internacional de Tolerancia Cero con la Mutilación Genital Femenina. Aunque el tono y los argumentos para abolir dichas prácticas varían, a nivel general la militancia anti MGF afirma que éstas son violatorias de los derechos humanos de las mujeres y las niñas, que obedecen a tradiciones religiosas y culturales patriarcales fuertemente arraigadas, y que tienen como fin controlar la sexualidad de las mujeres mediante la supresión del placer sexual. Estos argumentos han sido apropiados con prontitud por distintos actores sociales y políticos, muchos de ellos antagónicos, que abarcan desde gobiernos de izquierda y de derecha, hasta organizaciones feministas e instituciones religiosas como la Iglesia católica. El apasionamiento que suscita dicho activismo frente a estas prácticas, la argumentación a partir de dicotomías como víctima-victimario, occidental-no occidental o democrático-fundamentalista, así como la visibilización selectiva de ciertas voces en el debate han dificultado un análisis crítico de dicha militancia. Un examen que aborde el modo como se construye la categoría misma de MGF y que indague los efectos de dicho discurso en la vida de las mujeres que pretende salvar resulta necesario.
Mutilación o cirugía: los términos del debate
Aunque el debate en torno a los cortes genitales femeninos es reciente, las prácticas y el conocimiento de las mismas no son nuevas. De acuerdo con Carlos Londoño Sulkin, profesor de Antropología de la Universidad de Regina, Canadá, la polémica tuvo inicio en la década de 1970, cuando feministas occidentales iniciaron una campaña denunciando la realización de dichos procedimientos. “Antes, los occidentales no estaban tan escandalizados con estas prácticas. Algunas autoridades coloniales hablaban al respecto y, pese a que no les gustaba, señalaban que las mujeres las aceptaban”, afirma.
La representación de dichas prácticas como mutilatorias se popularizó con la publicación en 1979 de un informe elaborado por Fran P. Hosken, feminista norteamericana y fundadora de la Red Internacional de Mujeres, con el cual buscó persuadir a organizaciones internacionales, entre ellas la Organización Mundial de la Salud, de hacer esfuerzos tendientes a su erradicación. El documento titulado The Hosken Report: Genital and Sexual Mutilation of Females enumera varias complicaciones médicas que serían causadas por los cortes genitales femeninos, entre las cuales se cuentan riesgo de pérdida de sangre, shock séptico, disminución o desaparición del deseo sexual, problemas menstruales y graves afectaciones a la salud materna que pueden acarrear la muerte.
En Seven things to know about female genital surgeries in Africa (2002), la Red Asesora para la Política Pública sobre Cirugías Genitales Femeninas en África (The Public Policy Advisory Network on Female Genital Surgeries in Africa), a la que pertenece Londoño Sulkin, señala que en las décadas de los años ochenta y noventa, el informe Hosken fue ampliamente distribuido a líderes de opinión y periodistas, lo que contribuyó al uso cada vez mayor del término ‘Mutilación Genital Femenina’ y a su representación mediática como una práctica “salvaje, horrorosa, nociva, misógina, abusiva e injusta”. En adelante, los medios habrían retomado y difundido aún más dicha narrativa, sin verificar los hechos relatados por Hosken ni hacer un balance crítico de la evidencia.
La Red Asesora es integrada por expertos en políticas, médicos, antropólogos y otros investigadores de distintos países, que si bien no están de acuerdo en cuál debe ser la postura de gobiernos y organizaciones internacionales frente a dichas prácticas, manifiestan su preocupación por el modo como han sido abordadas en el debate. En ese sentido buscan contribuir a la conducción del mismo en términos más equitativos respecto a los modos como son representados los grupos culturalmente extraños ante los ojos de Occidente, dar visibilidad a otras voces, como las de las mujeres circuncidadas que apoyan la práctica, y divulgar información que se atenga a la evidencia empírica de investigaciones en la materia y no a prejuicios frecuentemente difundidos por el activismo anti MGF. Con el fin de plantear un debate menos cargado ideológicamente abogan por el uso del término ‘cirugías genitales femeninas’ en lugar de MGF, por considerarlo más neutral.
“El término ‘mutilación’ es etnocéntrico e insultante”, afirma Londoño Sulkin, quien explica que “la mayoría de las mujeres kono y de otros grupos que incorporan la práctica no se consideran mutiladas, ni tienen problemas médicos o prácticos a raíz de la modificación de sus genitales”. Pese a ello, la retórica anti MGF, ampliamente difundida por medios que gozan de gran legitimidad como The New York Times, las ha representado como lisiadas y sufrientes. En 1995, el entonces editor del diario norteamericano A. M. Rosenthal publicó una columna sobre el tema que tuvo gran impacto mediático y que, afirman los integrantes de la Red, recoge bastante bien el tono y la sustancia de las representaciones mediáticas sobre el tema: “He aquí un sueño para los estadounidenses, digno de su país y de lo que les gustaría que fuera. El sueño es que Estados Unidos pueda acabar con un sistema de tortura que ha lisiado a 100 millones de personas que en la actualidad viven sobre la tierra y que cada año lleva la existencia de al menos dos millones más al sufrimiento, la privación y la enfermedad […] Dicha tortura es la mutilación genital femenina”. Además de calificarlas como tortura, Rosenthal compara las cirugías genitales femeninas practicadas en África con la castración masculina y asegurar que son “una forma de control masculino, tal vez la máxima excepto por el asesinato”.
Dichas afirmaciones, que fueron retomadas de otras fuentes y que han sido reproducidas mecánicamente por otros medios de comunicación, han sido desvirtuadas por investigadoras e investigadores, algunos pertenecientes a la Red, como Fuambai Ahmadu, antropóloga y médica sierraleonesa y estadounidense, miembro de la etnia kono. Rosenthal afirma que las “típicas”MGF en África “usualmente incluyen la costura o fijación de ambos lados de la vulva con espinas o fibras de intestinos de animales”, así como “la destrucción de la entrada de la vagina excepto por un pequeño orificio” para permitir la salida de la orina y de la sangre de la menstruación. Al respecto, Ahmadu –quien después de vivir en Estados Unidos decidió volver a los 21 años de edad a Sierra Leona para participar voluntariamente en el ritual del Bondo, mediante el cual las niñas se convierten en mujeres y son circuncidadas– afirma que la infibulación, que es el procedimiento descrito por Rosenthal, apenas alcanza el 10% de todas las cirugías genitales femeninas realizadas en el continente. Concentrado principalmente en Sudán y Somalia, dicho porcentaje incluye los procedimientos en los que se emplean suturas médicas y que se realizan bajo condiciones higiénicas en clínicas u hospitales. Pese a ello, la infibulación se ha convertido en el prototipo de las cirugías genitales femeninas.
Respecto a la equiparación bastante común de la clitoridectomía con la castración masculina por parte del activismo anti MGF, Kirsten Bell, antropóloga e investigadora de la Universidad de la Columbia Británica, señala en artículo que dicha analogía no sólo es inexacta, sino que además sigue representando el clítoris como el pene femenino, lo que evoca nociones androcéntricas sobre la sexualidad femenina que, según investigadores como Thomas Laqueur, serían anteriores al siglo XVIII. De acuerdo con el historiador estadounidense, en la Europa de ese entonces tuvo lugar un cambio importante en la comprensión del cuerpo femenino, el cual dejó de ser visto como una inversión del cuerpo masculino, con órganos, funciones y características análogas, para ser visto como perteneciente a un orden distinto. No obstante, afirma Bell refiriéndose a la narrativa anti MGF, “la fisiología masculina aún es considerada como la norma, y la fisiología femenina sigue siendo entendida con relación a ella. De hecho, al definir el clítoris como el pene femenino, los discursos contemporáneos del activismo estarían ‘falificando’ la sexualidad femenina en lugar de intentar entenderla en sus propios términos […] En los discursos dominantes sobre los cortes genitales, la anatomía masculina sigue desempeñando el papel de patrón a partir del cual las estructuras femeninas son comparadas”.
La frecuente invocación de la dominación masculina como causa primordial de los cortes genitales femeninos también ha sido duramente cuestionada, en parte debido a su carácter universalizante que impide el reconocimiento de las particularidades culturales de otros pueblos. En entrevista con Richard Shweder, profesor de Antropología cultural en la Universidad de Chicago, Ahmadu señala que los cortes genitales femeninos son realizados por diferentes razones en distintos contextos socioculturales, por lo que el sentido de las mismas cambia.
En virtud de lo anterior, afirmar que dichas cirugías tienen como fin y efecto privar a las mujeres del placer sexual y someterlas al gobierno de los hombres no sólo es errado sino que además responde a una lógica eurocéntrica –o como diría el antropólogo haitiano Michel-Rolph Trouillot, ‘noratlántica’–, en tanto impone tanto la particular visión de mundo ‘occidental’ sobre lo que debe ser el buen sexo, la sexualidad y las relaciones de género a sociedades diferentes, como una interpretación sobre el significado de dichas prácticas sin tener en cuenta el contexto en el que estas tienen lugar.
“Contrario a lo señalado por la retórica de las campañas anti MGF, el sexo y la sexualidad femeninas no son oprimidas en, a través o por estas prácticas rituales. Por el contrario, [entre los kono] la sexualidad femenina y los poderes reproductivos son celebrados y reificados en las mascaradas, como los orígenes de la creación, de la naturaleza y de la cultura, y son temidos como potentes armas de muerte y destrucción. Este contexto simbólico y cultural de la iniciación y excisión femenina explica por qué muchas niñas y mujeres kono […] hablan positivamente, casi en términos reverenciales, sobre la práctica, sus cuerpos y la experiencia de la madurez femenina”, explica Ahmadu.
En otros grupos africanos, dichas cirugías son consideradas prácticas estéticas que mejoran la apariencia del cuerpo, por lo que distan de ser experimentadas como mutilatorias. En Seven things to know… la Red Asesora explica que, desde el punto de vista de muchos locales, dichos procedimientos no sólo hacen ver los genitales más atractivos, sino que también suponen ‘mejoras’ en la identidad de género. Las normas estéticas y de género que enmarcan la realización de estos procedimientos, afirman los autores, deben ser entendidas en el contexto global en el que vivimos, lo cual aplica tanto para África como para Europa y Norteamérica. Bajo esta perspectiva, llama la atención las semejanzas que existen entre estas regiones respecto a los modelos de genitales femeninos deseados, pero cuya valoración difiere según el lugar de procedencia de dichos ideales: “la globalización de imágenes de los cuerpos de las mujeres ha popularizado cada vez más un ideal de genitales con un aspecto suave y limpio que recuerda los estándares estéticos asociados con las cirugías genitales en África oriental y occidental”, afirma el documento. En Norteamérica y varios países europeos se observa en la actualidad una tendencia al aumento de operaciones realizadas cada año, denominadas por los cirujanos plásticos ‘clitoroplexia’, ‘reducción clitoral’ y ‘labioplastia’, las cuales cumplen con los requisitos para ser incluidas en los tipos I y II de la clasificación de mutilaciones genitales femeninas de la OMS: la ‘clitoridectomía’ (“resección parcial o total del clítoris y, en casos muy infrecuentes, sólo del prepucio”) y la ‘excisión’ (“resección parcial o total del clítoris y los labios menores, con o sin excisión de los labios mayores”), que constituyen el 90% de los procedimientos realizados en África. Pese a ello, unos procedimientos son considerados mutilatorios por los organismos internacionales mientras que los otros son denominados estéticos.
En este sentido, la Red señala la importancia de reconocer que las cirugías genitales femeninas no se practican sólo en África y que abarcan una amplia gama de procedimientos realizados al rededor del mundo que van desde los ritos de paso en grupos africanos, hasta los piercings genitales y los procedimientos de reducciones labiales y del clítoris, así como de rejuvenecimiento vaginal en mujeres occidentales.
Debido a la heterogeneidad de contextos socioculturales en los que se inscriben estas prácticas y que les confiere sentidos distintos a las mismas, también sería errado afirmar que todas las mujeres circuncidadas en el mundo las apoyan o las experimentan como una forma de empoderamiento, afirma Ahmadu. La categoría ‘MGF’ es problemática tanto por el sesgo que introduce en la interpretación de dichas prácticas, como porque homogeneiza y estigmatiza pueblos y tradiciones religiosas y culturales consideradas ‘otras’ con respecto a Occidente. Asimismo, establece una correlación entre dominación masculina y cirugías genitales femeninas que no puede ser sostenida a partir de la evidencia empírica respecto a los sentidos, fines y experiencias de dichos procedimientos.
Incluso en los casos donde se ha pretendido demostrar el carácter patriarcal de dichos procedimientos a partir de evidencia etnográfica, es claro que estos deben ser analizados en su complejidad y no sólo como un dispositivo de dominación de las mujeres desplegado por los hombres. En Colombia, las denuncias de excisiones del clítoris en el grupo indígena emberá chamí se han nutrido bastante de la retórica anti MGF, pese a que es discutido si su carácter obedece a justificaciones cosmológicas o a consideraciones androcéntricas que le otorgarían un estatus subordinado a las mujeres en dicha comunidad. Aunque antropólogas como Raquel González Henao han recogido testimonios de mujeres emberá chamí que experimentaron el procedimiento de forma dolorosa y traumática y que fueron sometidas al mismo debido a que las dimensiones de su clítoris podrían desagradar a los hombres y llevarlas a sentir tanto deseo sexual como ellos, según explicaron, también es cierto que la noticia de que estas cirugías eran practicadas entre los emberá chamí sorprendió a los hombres de dicha comunidad. Ellos no sólo desconocían la existencia de las excisiones, que son hechas sólo por mujeres y mantenidas en secreto por ellas, sino que además las condenaron con vehemencia por considerarlas delitos que debían ser erradicados.
Asimismo, Ahmadu, Londoño Sulkin y otras/os integrantes de la Red han señalado que en la mayoría de grupos africanos donde se practican distintas modalidades de cirugías genitales femeninas, tienen lugar procedimientos análogos en varones, en edades similares y en prácticas rituales paralelas. “Entre los kono de Sierra Leona, los cortes se realizan en la formación de nuevas generaciones. En este grupo, un adolescente que no ha sido modificado, sea hombre o mujer, es visto como una persona inmadura, con genitales feos y malsanos que pueden adquirir mal olor y presentar escozor. El corte forma parte de un ritual de iniciación que tiene varios pasos, en el que se terminan de formar como hombres o mujeres los adolescentes. Es necesario para terminar de fabricar a la persona”, explica Londoño.
Aunque con un tono mucho más moderado, los ecos de la narrativa anti MGF resuenan en el discurso de organizaciones internacionales como la ONU, cuya campaña de Tolerancia Cero señala que dichos procedimientos “refleja[n] una desigualdad entre los sexos muy arraigada, y constituye[n] una forma extrema de discriminación de la mujer”. En una línea similar, la OMS aboga por la erradicación de las MGF a las que definen como “procedimientos consistentes en alterar o dañar los órganos genitales femeninos por razones que nada tienen que ver con decisiones médicas […] [que] viola[n] sus derechos [los de las mujeres] a la salud, la seguridad y la integridad física, el derecho a no ser sometidas a torturas y tratos crueles, inhumanos o degradantes, y el derecho a la vida en los casos en que el procedimiento acaba produciendo la muerte”.
Dichas afirmaciones siguen siendo sostenidas pese a que, como han señalado Ahmadu, Bell, la Red y otras/os autoras/es, la evidencia obstétrica y ginecológica producto de investigaciones que han comparado grupos de mujeres circuncidadas con no circuncidadas, no muestran diferencias en el deseo, excitación, orgasmo y frecuencia sexual de ambos grupos de mujeres, ni en materia de salud reproductiva u otras áreas de la salud.
Asimismo, las autoras y autores de Seven things to know… afirman que los hallazgos del Grupo de estudio de la OMS sobre la mutilación genital femenina y los resultados obstétricos son bastante complejos y si se leen con detenimiento se observa que “no apoyan las demandas sensacionalistas de los medios acerca de la cirugía genital femenina como causa de muerte materna y perinatal”. Dicho estudio muestra que no hay diferencias estadísticas significativas en la salud reproductiva de mujeres a quienes les realizaron la cirugía genital tipo I y quienes no la tuvieron. La tasa de muerte perinatal de mujeres con cirugía tipo III (infibulación) fue de hecho menor que la de quienes no fueron sometidas a ningún procedimiento. Tampoco hay diferencias significativas en el riesgo de mortalidad materna cuando se comparan mujeres no circuncidadas con mujeres con cirugías tipo I y tipo III. Las mujeres infibuladas no evidencian tasas de mortalidad más altas que las mujeres no cortadas, aunque las de tipo II sí.
La construcción de una narrativa y sus efectos
Más que ser apropiado por la retórica anti MGF, el discurso de los derechos de las mujeres ha sido uno de los cimientos del activismo contra estas prácticas. Desde el principio han sido invocados tales derechos para garantizar la salvación de las ‘millones de mujeres que sufren’ estas prácticas mediante la abolición de las mismas. Pero dicho activismo también es alimentado por otros discursos y saberes que toman como centro problemas relacionados con la diferencia cultural.
Investigadores e investigadoras como Mauro Cabral y Paula Sandrine Machado han llamado la atención sobre el hecho de que, en un contexto de preocupación global por las mutilaciones genitales femeninas, cirugías como aquellas a las que son sometidos menores intersexuales con el fin ‘corregir’ la ambigüedad de sus genitales no hayan sido consideradas en las campañas anti MGF. Dichas intervenciones son invasivas y médicamente innecesarias en tanto buscarían ‘purificar la diferencia sexual de la contaminación intersex’, así como normalizar una diversidad de cuerpos para ajustarlos a la ‘imaginación deseante de Occidente’, afirma Cabral. Asimismo, son realizadas sin el consentimiento de los menores intersex, quienes llegan a experimentarlas como serias mutilaciones.
En este sentido, la antropóloga Mariza Corrêa se pregunta por qué la mutilación genital femenina en nuestra sociedad no ha sido considerada por antropólogos que, sin embargo, la estudian en las llamadas ‘sociedades primitivas’, y señala la importancia de “pensar las convenciones disciplinarias que rigen la discusión de las intervenciones sobre el cuerpo en nuestra y en otras sociedades: convenciones médicas, jurídicas, antropológicas, entre otras”. Siguiendo esta línea de indagación valdría la pena preguntarse cuál ha sido la cuota de la antropología en la construcción de la narrativa anti MGF.
Corrêa afirma que “en todas las sociedades humanas, el cuerpo es desfigurado y reconfigurado para adecuarlo a las fantasías socialmente compartidas, es decir, a las convenciones sociales vigentes” y señala que “lo que recientemente empezamos a denominar ‘mutilaciones genitales’ son sólo una pequeña parte de esas reconfiguraciones que afectan el cuerpo y el alma de quienes las experimentan”.
Al concentrarse en las prácticas de modificación de los genitales femeninos en grupos ‘no occidentales’, ignorando las que tienen lugar en el seno de la propia sociedad, la antropología ha contribuido a ‘orientalizar’ este tipo de intervenciones sobre el cuerpo, explica la antropóloga. Las cirugías mutilatorias practicadas a niños y niñas intersex sólo empezaron a ser cuestionadas cuando ellos/as llegaron a la edad adulta y denunciaron tales violencias.
Un examen de las convenciones antropológicas desplegadas en el tratamiento dado a estas prácticas tanto en otras sociedades como en la nuestra muestra cómo, en el primer caso, el análisis se inscribe en la perspectiva de lo sagrado y las teorías sobre el ritual, mientras que en el segundo, en estudios de corte foucaultiano sobre el saber médico, argumenta Corrêa. De este modo, las mujeres no occidentales circuncidadas serían Prisioneras del ritual, como reza el título de un popular artículo de la activista anti MGF Hanny Lightfoot-Klein, mientras que en occidente seríamos “rehenes de un saber médico”, concluye la antropóloga.
Saber antropológico y discurso sobre los derechos de las mujeres se articulan en una narrativa anti MGF que con frecuencia asume un tono culturalista, aunque no por ello relativista, que reifica las fronteras entre Occidente y Oriente, Primer y Tercer Mundo. Como muestra Lila Abu-Lughod respecto a ciertos feminismos occidentales que buscan salvar a las mujeres musulmanas de la opresión de género a la que estarían condenadas por el Islam, en estos discursos las diferencias culturales y religiosas se constituyen en el lugar último de las explicaciones del patriarcado. Esto contribuye a dividir artificialmente el mundo en esferas separadas, desconociendo las actuales interconexiones globales que dan forma tanto a las llamadas sociedades occidentales como a las ‘otras’. Las campañas salvacionistas, señala Abu-Lughod, recrean una “geografía imaginada de Occidente versus Oriente, nosotros versus los musulmanes, culturas en las cuales las primeras damas dan discursos versus otras donde las mujeres se arrastran en silencio en sus burkas”. En virtud de lo anterior, habría que preguntarse hasta qué punto el término MGF opera como término clasificatorio a partir del cual se define qué pueblos se sitúan en lo que Trouillot denomina el ‘nicho del salvaje’, esto es, un espacio donde se ubica al “inherentemente Otro” en la geografía global de la imaginación de Occidente que se desarrolló a partir del Renacimiento.
Sobre el modo como la antropología ha abordado las cirugías genitales femeninas, Ahmadu afirma que la literatura etnográfica era más matizada antes y contextualizaba dichas prácticas en los marcos socioculturales dominantes de las mujeres circuncidadas. No obstante, muchos estudios han adoptado, si no el término MGF, sí el modo de representar estas cirugías como mutilatorias.
Londoño extiende esta crítica al modo mismo como se hace antropología en el estudio de las cirugías genitales femeninas y afirma que muchas investigaciones no son balanceadas, ya que con frecuencia excluyen las voces de mujeres que respetan o defienden estas prácticas. “Me parece que muchos antropólogos dejan de serlo cuando abordan este tipo de temas. Todos aprendemos algo sobre relativismo cultural en nuestra formación y, pese a lo problemático de esta perspectiva, que tiende a afirmar la existencia de culturas con límites perfectamente claros e internamente homogéneas, valoro la idea de que lo que yo creo, como hablo y me visto, y el modo como interactúo con los demás, es producto de contingencias históricas y sociales de mi vida personal. Pero muchos antropólogos sienten asco frente a estas prácticas, a las que consideran inaceptables, y automáticamente piensan que son una violación a los derechos humanos. No quiero decir que los antropólogos no puedan ser críticos, pero mi percepción es que, en lo que tiene que ver con cirugías genitales femeninas, ellos dejan de lado el mandato de nuestra disciplina que consiste en que, para hablar seriamente sobre una práctica humana, es preciso estudiarla, contextualizarla, conocerla en sus detalles pequeños, no hablar sólo con una persona sino con varias y durante el tiempo que sea necesario. Esto permite entender mejor el sentido de cualquier práctica, las relaciones económicas que puedan estar involucradas, así como las actitudes hacia el sexo que contemplan…”, afirma.
Los efectos de la militancia anti MGF se extienden también a la vida cotidiana de las mujeres. Las cirugías genitales femeninas consideradas mutilatorias han sido criminalizadas en varios países de África, entre ellos Egipto, Etiopía y Kenia, así como de otros continentes. En lugar de acabar con dichos procedimientos, la prohibición los ha desplazado a ámbitos clandestinos, lo que dificulta de forma considerable su regulación como objetos de salud pública, de forma semejante a lo que ocurre con la criminalización del aborto, y limita la autonomía de las mujeres, afirman los integrantes de la Red. “Si una mujer adulta desea realizarse una cirugía cosmética para reducir el tamaño de sus labios o clítoris de acuerdo con sus ideales estéticos y culturales, debería ser libre de hacerlo. Asimismo, aquellas que creen que tales cirugías son innecesarias o nocivas deberían ser libres de presentar sus argumentos y discutir su punto de vista”, afirman. En lugar de ello, el discurso de ‘tolerancia cero’ impide el diálogo respetuoso para el entendimiento intercultural y limita cualquier posibilidad de cambio, explican.
En artículo sobre el tema, Londoño Sulkin señala que investigaciones como las realizadas por Lucrezia Catania, ginecóloga y sexóloga del Hospital Universitario de Careggi, Italia, muestran cómo “los médicos pueden albergar prejuicios no científicos concernientes a los cortes genitales femeninos, diagnosticar erradamente una escisión como la causa de cualquier problema sexual o reproductivo que una paciente circuncidada reporte y por ende dejar de proveer tratamiento adecuado para otras causas reales”. De acuerdo con el antropólogo, la criminalización de las cirugías genitales femeninas en varios países africanos ha llevado a que muchas mujeres circuncidadas pospongan la visita al médico “por temor al estigma o a la acción legal contra ellas o sus familias y corr[an] el riesgo de que sus problemas de salud —ginecológicos o de otra estirpe— se exacerben”.
Dicha estigmatización también tiene impactos en la subjetividad de las mujeres, sobre todo en aquellas circuncidadas que migran al hemisferio norte, donde la retórica anti MGF ostenta el monopolio de la información y las representaciones de dichos procedimientos. Al respecto señala Londoño Sulkin: “este es un discurso de tono colonialista que tiene efectos inesperados. Por ejemplo, muchas mujeres de sociedades donde se realizan cirugías genitales femeninas que migran a Norteamérica y a Europa, se sentían limpias, decentes y bellas en sus lugares de origen. Sin embargo, al llegar les ‘informan’ que están equivocadas y que son mujeres mutiladas. Les dicen que cualquier problema sexual o de salud que tengan es producto de dicha cirugía. Este discurso las afecta negativamente y ellas pueden llegar a sentirse en efecto mutiladas”.
Al respecto, Ahmadu señala la necesidad de acabar con dicho estigma y “permitirle a las niñas saber que ellas son bellas y aceptadas, sin importar cómo luzcan sus genitales o su trasfondo cultural, para que el mito de la disfunción sexual en mujeres circuncidadas no se convierta en una profecía autorrealizada, como varias investigadoras están empezando a ver en mujeres y niñas africanas circuncidadas”.
Las críticas no sólo estriban en aquello que muestra dicho activismo, sino también en lo que enmascara. Aparte de encubrir las prácticas mutilatorias occidentales denunciadas por activistas intersex, el acento excesivo en la ‘dominación masculina’ hace que pierdan importancia otro tipo de problemáticas que aquejan tanto a mujeres como hombres de dichas sociedades, respecto a los cuales gobiernos bienintencionados que pretenden salvar a estas mujeres tendrían una cuota de responsabilidad. En el caso de los grupos indígenas sudamericanos, el estigma del salvaje pone en segundo plano las violencias capitalistas y de Estado que se ejercen contra dichos grupos, las cuales amenazan seriamente su existencia. Esto por no hablar de las políticas neoliberales del reconocimiento a la diferencia que, como han mostrado varios antropólogos, exaltan las culturas y tradiciones indígenas usando un tono folclorista que limita la traducción de dicho reconocimiento en demandas políticas efectivas.
Sobre este punto, Londoño Sulkin cuestiona también “el desbalance en la inversión de recursos escasos para salud en países pobres, en el control de una práctica que, si bien muchos médicos locales la consideran deletérea, también consideran una amenaza muy menor en contraste con flagelos de salud verdaderamente severos tales como la malnutrición y la diarrea”.
¿En los confines del liberalismo?
La libertad, los derechos y el consentimiento son principios movilizados por la retórica anti MGF. Estos a su vez se encuentran en el corazón mismo de las democracias liberales, aquellas que se precian de su visión pluralista y progresista cuando se comparan a sí mismas con teocracias y estados estructurados en torno a principios islámicos, a los que no dudan en calificar de fundamentalistas. Empero, fundamentalismo y pluralismo son términos frecuentemente empleados en visiones de mundo maniqueas que limitan el análisis de los efectos contraproducentes que ellas mismas generan.
En Do Muslim Women Really Need Saving? Anthropological Reflections on Cultural Relativism and Its Others (2002), Lila Abu-Lughod analiza los modos en que imágenes de mujeres musulmanas cubiertas por la burka fueron empleadas como símbolos en la guerra contra el terrorismo, luego del episodio popularmente conocido como ‘11 de septiembre’. Señala que en discursos como los proferidos por la entonces primera dama de los Estados Unidos, Laura Bush, sobre el tema, el tropo de las mujeres sometidas al régimen Talibán contribuía a profundizar separaciones entre, por un lado, “‘la gente civilizada alrededor del mundo’, cuyos corazones se rompen por la situación de mujeres y niños afganos” y por otro, “el Talibán-y-los-terroristas, los monstruos culturales que quieren ‘imponer su mundo al resto de nosotros’”.
En ese entonces, la invasión estadounidense a Afganistán, que luego se extendió a otros países en nombre de la democracia y la libertad, fue apoyada incluso por defensores de derechos humanos quienes, a pesar de tener posiciones ostensiblemente distintas a las de George W. Bush respecto a otros asuntos, adhirieron a su proyecto de salvar a las mujeres musulmanas de los hombres musulmanes.
Abu-Lughod muestra además cómo en la historia del imperialismo la causa de las mujeres ha sido empleada con frecuencia en las políticas coloniales. El imperio británico, con el pretexto de acabar con prácticas como el rito del Satí –mediante el cual mujeres hindúes se inmolaban en las piras funerarias de sus esposos fallecidos– o el matrimonio infantil, logró afianzar su domino en el sur de Asia. En el contexto del colonialismo francés en África, las voces de las mujeres francesas fueron apropiadas por el gobierno de ese país que, mediante la retórica de la salvación de niñas y mujeres árabes, justificó su intervención en Algeria. Ejemplos de dicho ‘feminismo colonialista’ –término que Abu-Lughod toma prestado de la feminista islámica Leila Ahmed– abundan. Es por ello que, asevera la antropóloga, “debemos ser suspicaces cuando iconos culturales pulcros son erigidos sobre narrativas políticas e históricas sucias”, como aquellas que “con un ejército detrás, claman por salvar o liberar a las mujeres musulmanas”.
Siguiendo lo postulado por la investigadora norteamericana, para quien la burka se convirtió en el máximo indicio de la opresión de las mujeres afganas bajo el régimen Talibán, vale la pena preguntarse si la mutilación genital femenina no cumpliría una función análoga. Si la MGF constituye la modalidad presente de esos símbolos movilizados por el feminismo colonialista que, como sus antecesores, enmascara complejas relaciones de poder y de exclusión que tienen lugar a escala planetaria.
Lo anterior también plantea preguntas en torno a los límites del liberalismo en la defensa del pluralismo. Al respecto, Londoño Sulkin caracteriza el liberalismo anti MGF de la siguiente manera:
El antropólogo colombiano destaca el papel que han desempeñado los movimientos LGBT, en la crítica de las ideas sobre el buen sexo en el seno de las democracias liberales. Empero, advierte que todo progresismo puede transformarse en su contrario, de ahí que voces defensoras de los derechos y las libertades puedan enarbolar dichos estandartes como principios absolutos. “Judith Butler señala que cualquiera puede volverse conservador. Incluso las voces más revolucionarias y subversivas en un determinado momento pueden volverse dogmáticas. Una muestra de ello es el gobierno Sueco. Don Kulick analiza en un escrito cómo las leyes suecas anti prostitución son muy conservadoras, pese a que el gobierno es mayoritariamente femenino y en una época fue revolucionariamente feminista”, afirma.
Así, principios como el consentimiento, que han permitido combatir distintas formas de violencia sexual y violencia contra las mujeres, pueden articularse fácilmente con perspectivas de la ‘falsa conciencia’, según las cuales, toda persona que –desde nuestro punto de vista– esté sometida a un poder y decida apoyarlo, en lugar de revelarse contra él, estaría ‘engañada’ o habría sido víctima de un ‘lavado de cerebro’. Este es un argumento frecuentemente invocado por activistas anti MGF para justificar la exclusión de las voces de mujeres que apoyan las cirugías genitales femeninas del debate sobre el tema.
Con respecto a la libertad, Londoño recuerda que ninguna sociedad le concede licencias a sus individuos para hacer lo que les plazca. Las democracias liberales tampoco son la excepción. Por ello es necesario cuestionar el viejo supuesto de que los sujetos occidentales, sean hombres o mujeres, son mas autónomos y libres que sus homólogos de otras latitudes. Dicha idea ha sido movilizada con frecuencia para silenciar a los ‘otros’ y negarles toda posibilidad de agencia. Como sintetiza Mariza Corrêa, “ni las sociedades llamadas primitivas, territorio preferido de los antropólogos, son hostiles al disenso por parte de sus integrantes, ni las sociedades llamadas occidentales están libres de las ataduras de las convenciones culturales”.
No obstante lo anterior, el acto de poner entre paréntesis nuestras propias nociones de libertad, consentimiento y derechos con el fin de comprender otras formas de vida suele ser desacreditado como una forma de relativismo cultural según la cual ‘todo vale’. Esto conduce a otro lugar común en los debates sobre MGF, en los que se responde a quienes critican el lugar absoluto de la tríada libertad-derechos-consentimiento con analogías hiperbólicas que confunden relativismo cultural con relativismo moral y según las cuales incluso el genocidio nazi podría ser justificado bajo esta perspectiva.
En su análisis de las relaciones entre el Islam y los derechos de las mujeres, Abu-Lughod propone una alternativa entre el feminismo colonialista y el relativismo cultural, que puede iluminar el debate sobre las cirugías genitales femeninas. Su queja al relativismo cultural no estriba en lo señalado por quienes lo caricaturizan, sino en el papel que le otorga al observador, el cual, bajo el razonamiento “esa es su cultura y no es asunto mío juzgar o interferir, sólo tratar de entender”, asume una postura pasiva. El problema ético-político que plantean este tipo de cuestiones es cómo lidiar de forma respetuosa con otros culturales, afirma la antropóloga. “El relativismo cultural es ciertamente una mejora respecto al etnocentrismo y al racismo, al imperialismo cultural. El problema es que es muy tarde para no interferir. Las formas de vida que encontramos en el mundo son de hecho productos de largas historias de interacción”, explica.
Pero el respeto por la diferencia no debe ser confundido con el relativismo cultural, aclara Abu-Lughod, en tanto “no excluye la posibilidad de preguntarnos cómo nosotros, viviendo en esta parte del mundo privilegiada y poderosa, podemos examinar nuestras propias responsabilidades respecto a las situaciones en las cuales se encuentran otros que viven en lugares distintos”.En este sentido, la antropóloga, de forma semejante a como lo hacen los integrantes de la Red Asesora para la Política Pública sobre Cirugías Genitales Femeninas en África, plantea la posibilidad de usar un lenguaje que, sin ser neutro, sí sea más igualitario, evite la retórica de la salvación y esté abierto a la conformación de alianzas, coaliciones y formas de solidaridad que nos permitan, de forma crítica, explorar qué podemos hacer para ayudar a quienes viven en condiciones de pobreza y exclusión, para que tengan vidas más seguras y decentes. Esto sin olvidar, por supuesto, que no sólo las democracias liberales pueden sustentar prácticas de libertad y emancipación, como lo han mostrado feministas islámicas.