CLAM – Centro Latino-Americano em Sexualidade e Direitos Humanos

Sexualidade e interseccionalidade

El antropólogo Franklin Gil Hernández, Investigador de la Escuela de Estudios de Género de la Universidad Nacional de Colombia, en entrevista con el CLAM, discutió la pertinencia de analizar las relaciones entre género, clase y raza en los estudios sobre sexualidad, a partir de su experiencia de investigación en Colombia, observando de cerca la gestión de políticas para la igualdad en la ciudad de Bogotá.

Gil reflexiona sobre los modelos mediante los cuales se entienden y gobiernan las diferencias en el diseño y desarrollo de políticas públicas y desde la militancia de los movimientos sociales. Para ambas cuestiones resultan fundamentales las ideas planteadas por las feministas negras norteamericanas y reflexiones que se vienen desarrollando en Colombia, que tienen como punto de partida ese subcampo de los estudios feministas. El antropólogo participó del Diálogo Latinoamericano sobre Sexualidad y Geopolítica, organizado por la SPW (Sexuality Policy Watch), reunión que tuvo lugar en Rio de Janeiro en agosto del presente año.  

¿Por qué considera que es importante hacer una lectura interseccional de la sexualidad?

Yo creo que es un modelo útil para pensar problemas sociales en diferentes contextos. Pienso que en el caso latinoamericano, y particularmente en el colombiano, es muy difícil pensar la sexualidad sin tener en cuenta la impronta racial del colonialismo y las fuertes desigualdades de clase de la región. Efectivamente, el sexismo, el racismo y el clasismo tienen algunos dispositivos comunes de funcionamiento, siendo que esas estructuras de poder se construyen y afectan mutuamente.

Este marco comprensivo ha sido un aporte fundamental de teóricas feministas a la teoría social, cuyos antecedentes se encuentran en el debate sobre las diferencias entre mujeres que en los años setentas y principios de los ochentas hicieron feministas negras del Combahee River Collective, Angela Davis, bell hooks y Patricia Hill-Collins, además de las feministas lesbianas.

¿Por qué hablar de la pertinencia de estudiar las relaciones entre sexualidad, género, raza y clase, en un momento en que se identifica un consenso en el campo de estudios sobre la importancia de la interseccionalidad?

En primer lugar, hay que decir que la interseccionalidad se ha vuelto una cuestión de sentido común, aunque a veces eso no se traduzca de manera contundente en los análisis.

No creo que podamos afirmar que esa consideración teórica y metodológica sea aplicada por los investigadores en toda la región. Primero, porque el desarrollo del campo de estudios sobre sexualidad es desigual, y en ese mapa podemos decir que en Colombia los estudios sobre sexualidad desde las ciencias sociales son relativamente nuevos. Por otro lado, quizá sea común a la región la legitimidad y el uso de la categoría clase social, pero no es el caso de la categoría raza. En Colombia, esta categoría no ha sido bien recibida en las ciencias sociales, lo cual marca una diferencia fundamental con Brasil. Esto acontece pese a que existen investigaciones cuantitativas desde los años noventa que muestran los efectos del orden racial en las desigualdades socio-económicas que se expresan en experiencias de discriminación, como lo documentan también algunos estudios de corte cualitativo.

Si bien para algunos investigadores y sobre todo en contextos contemporáneos parece un enfoque obvio, es importante tener en cuenta que en la historia de las ciencias sociales, en el caso colombiano, los estudiosos de las desigualdades de clase, por ejemplo, rara vez se interesaron por la relación entre la distribución desigual de la riqueza y las tensiones de clase con otros órdenes de poder como el sexual o el racial. La mayoría de las investigaciones sobre poblaciones negras se han realizado desde la antropología y han hecho uso de categorías étnicas. A esto se añade el supuesto aún predominante de que la clase es el principal elemento de distribución del poder y de los recursos y por tanto la principal y más útil categoría para entender las desigualdades sociales.

Usted explica que la interseccionalidad no es sólo una categoría analítica sino también de acción política. ¿Cómo se plantea en la escena de las políticas sexuales en Colombia?

Esa doble función de la interseccionalidad existe desde sus antecedentes, ya que no surgió solamente como un marco analítico para entender la opresión de las mujeres negras, en ese caso en particular, sino también para actuar políticamente en relación con las reivindicaciones de las mujeres en general y en relación con la agenda antirracista que también las involucraba. Así, ésta fue también una manera de organizarse como movimiento social, analizando las posibles alianzas pero también los desencuentros tanto con el movimiento feminista como con el movimiento negro.

En Colombia actualmente, yo respondería provisionalmente que esa acción política interseccional no aparece. Porque la interseccionalidad, en mi opinión, es un manera de entender las diferencias como desigualdades sociales. En ese sentido, la estrategia es analizar estructuras de poder que se combinan o construyen mutuamente, experiencias de discriminación y dominación y formas de agencia política. Y ese no es el marco hegemónico usado en el país para entender las diferencias en un contexto multiculturalista.

El modelo predominante para entender y gobernar las diferencias en Colombia, incluidas las diferencias sexuales, está más centrado en un modelo que podríamos llamar provisionalmente de ‘étnico’ y cuyo concepto central es el de identidad. Aunque las reflexiones sobre interseccionalidad no excluyen totalmente cuestiones identitarias, su modelo analítico se centra más en una reflexión sobre el poder. Por eso, cuando se incorporan algunas ideas de este modelo, por ejemplo en políticas públicas, las reflexiones sobre relaciones de poder y desigualdades son convertidas en preocupaciones por las identidades.

¿En qué consiste este ‘modelo étnico de gobernar las diferencias’?

Si observamos las políticas públicas en una ciudad como Bogotá, podemos identificar un modelo predominante para gobernar las diferencias: el modelo poblacional. Este modelo es resultado de dos influencias: una marcada por la participación de las organizaciones y movimientos sociales y otra inspirada en un modelo étnico-esencialista.

La primera influencia está relacionada con el hecho de que las políticas públicas en Bogotá, desde los últimos gobiernos locales, han tenido una importante inclusión de los movimientos sociales en su formulación. Esto fue iniciado por gobiernos de movimientos cívicos que llegaron al poder y ha sido profundizado por los dos últimos gobiernos de izquierda. Resultado de ello, el gobierno de la ciudad ha organizado sus políticas sociales en grupos poblacionales: niñez, adulto mayor, afrodescendientes, indígenas, rom, mujeres, discapacitados, habitantes de calle, jóvenes y LGBT, entre otros. Varios de ellos ya con políticas públicas en desarrollo.

No es el caso aquí hacer un balance de los alcances de este modo de administrar las diferencias. Particularmente considero que ha contribuido a una democratización importante de la ciudad, a la inclusión de sectores subordinados y al fortalecimiento de la participación ciudadana. Sin embargo, es importante resaltar algunos problemas de ese modelo en su tarea de administrar la diferencia, centrado en lo que podemos llamar un modelo que llamo ‘étnico-esencialista’.

Si bien como decía, esa orientación poblacional ha redundado en ampliación de ciudadanía, también deja consecuencias en la manera de representar a esos grupos poblacionales: en el sentido doble de hacerse una imagen de ellos y de organizarse para hablar en nombre de ellos.

Algunas veces da la impresión de que esa forma de nombrar y de considerar todas las diferencias posibles en las políticas públicas obedece a una lógica de corrección política, sin que esto signifique un cambio en las representaciones sobre esos grupos en tanto ‘minorías’ ni una necesaria reducción de su exclusión y su discriminación.

Cuando hablo de un modelo étnico-esencialista, hago alusión a un dato más general de la historia de Colombia: el modelo institucionalización de la diferencia, por excelencia, tuvo como referencia a los pueblos indígenas. Ese modelo étnico indígena, inspirado en el saber etnológico, no sólo ha servido para administrar la diferencia de las poblaciones negras, sino la de los otros sectores sociales. Así por ejemplo, tanto las personas discapacitadas, como la población LGBT son descritas e intervenidas como ‘etnias’, es decir, como grupos con una cosmovisión propia, con unos valores, un legado histórico, una cultura y una identidad naturalizada.

Al respecto, me parece importante preguntarse ¿qué consecuencias tiene, desde el Estado, pensar así a estas poblaciones? Además ¿Por qué varios líderes de las minorías sexuales también se presentan y describen así? ¿Por qué se ha instaurado ese modelo? Y finalmente ¿Por qué, tanto desde el Estado como desde la acción de los movimientos sociales, prevalecen las cuestiones identitarias sobre las desigualdades sociales y la discriminación?

¿Existen expresiones políticas por fuera de ese modelo?

Creo que a nivel institucional ha sido poco explorada la acción política por fuera de ese modelo. No obstante, vale la pena mencionar como excepción un trabajo interesante sobre alianzas estratégicas entre agendas de diferentes minorías, como ha sido el proceso de construcción del proyecto de Ley estatutaria de igualdad y no discriminación, liderado por la Defensoría del Pueblo. En este proceso se han creado grupos de trabajo y discusión sobre la discriminación (tema débil y a veces ausente en el modelo de políticas poblacionales ya descrito) con organizaciones indígenas, afrodescendientes, discapacitados, minorías sexuales, mujeres, desplazados, etc. Lamentablemente, este proceso, iniciado en el año 2004, no ha podido ser presentado al Congreso de la República debido a diversos obstáculos de orden burocrático, pero también debido a la dificultad de poner el tema de la discriminación en el debate público en un país que se supone igualitario de antemano.

La negación del racismo como un problema propio en una sociedad que se asume mestiza – y más recientemente multicultural – y la forma como se han entendido las acciones afirmativas: como formas de privilegiar algunos sectores sociales, hacen parte de ese panorama. Así han sido entendidas las cuotas políticas para las mujeres, las cuotas en las universidades para las personas negras, y los derechos de las parejas del mismo sexo.

De todas maneras, en la vida pública empieza a emerger un potencial de interseccionalidad política en expresiones más dispersas y menos institucionalizadas, por ejemplo: la aparición de carteles contra el racismo en la Marcha de la ciudadanía LGBT de Bogotá y la participación del sector LGBT en manifestaciones contra el racismo organizadas por algunos grupos del movimiento afrocolombiano.

Un caso que merece ser destacado finalmente: la intervención de parlamentarias negras a favor de los derechos patrimoniales de las parejas del mismo sexo en el último debate sobre un proyecto de Ley presentado en el Senado, el 28 de agosto de 2008. Las senadoras Piedad Córdoba y María Isabel Urrutia, además de exponer argumentos constitucionales, insistieron en dos explicaciones que las motivaba como ciudadanas a defender ese proyecto de Ley: el hecho de ser mujeres y de pertenecer a una minoría racial. Lo que esta experiencia nos muestra es la capacidad de las parlamentarias para solidarizarse y entender una experiencia frente a la dominación, en ese caso en el orden sexual, a partir de sus experiencias en el orden de género y racial.