Por Cristina Solange Donda *
¿Cuál es el límite del imperativo de conciencia? ¿Cuándo el imperativo de conciencia debe dar lugar a la obediencia al derecho? ¿Puede un imperativo de conciencia, por razones religiosas, avanzar sobre una disposición legal que reconocidamente beneficia a una mayoría postergada? ¿Cuál es la “buena razón moral” que se invoca a fin de justificar el acto de objeción de conciencia en particular? ¿Se puede hablar de “objeción de conciencia institucional? ¿Cómo se articulan voluntad individual y acción colectiva? ¿En este mismo marco, qué papel juega el concepto de ‘buena vida’?
Hay dos prácticas de potente contenido moral que han sido utilizadas para responder a estas preguntas: la desobediencia civil y la objeción de conciencia. Y como suelen ser confundidas, estimo oportuno destacar su distinción aunque haya algún aspecto común entre ambas nociones.
El filósofo norteamericano Alan Gewirth propone el análisis de tres características fundamentales que hacen posible la distinción entre objeción de conciencia y desobediencia civil: En primer lugar, se distinguen por la manera en que el desobediente civil (en adelante, DC) y el objetor de conciencia (en adelante, OC) llevan a cabo su disidencia. El primero puede violar tanto una ley que considera injusta como cualquier otra ley justa con el fin de protestar contra una ley injusta. El OC, por el contrario, siempre se opone a una norma a él dirigida y a la que considera moralmente inaceptable. Nunca podría transgredir una norma justa para protestar contra una injusta.
A su vez, y como segunda característica, el objetor de conciencia puede mantener en secreto las razones que le impulsan a violar el mandato legal. En cambio, la acción del desobediente civil, al ser pública y abierta, ya que es un acto dirigido a persuadir a la mayoría sobre la existencia de una determinada injusticia, no puede carecer de la publicidad necesaria en su ejecución y en la manifestación de los motivos que la ocasionan. El DC acepta las penas impuestas por las autoridades competentes y manifiesta, de ese modo, un amplio respeto por el derecho y conformidad generalizada con el Estado en el cual habita. El OC no se identifica de ese modo con el orden jurídico y puede evadir el castigo ilegalmente, por ocultación u otros medios.
En tercer lugar, el DC aspira a modificar una situación que él repudia como injusta y que se concretiza en un intento de sustitución de algún aspecto de la legislación o de la política gubernamental, aunque él no se vea involucrado personalmente en la misma. El OC, en cambio, rechaza una orden que le está dirigida a él y no persigue necesariamente la alteración del estatuto jurídico de norma alguna. La OC no constituye, por lo tanto, ni una táctica, ni una estrategia política, puesto que su significado se agota en su propia exteriorización.
En síntesis, lo que caracteriza la objeción de conciencia es su carácter pacífico y no violento; su fundamento religioso-moral más que político; su intención de testimoniar contra conductas que, aunque socialmente permitidas, son tenidas por inadmisibles o perversas por el objetor. Éste no pretende con su acción subvertir o cambiar la situación política, legal o social imperante; quiere ser eximido de realizar ciertas acciones y no ser discriminado o verse obligado a renunciar a ciertos derechos a causa de ello. Se trataría de la excepción a un deber general.
Entre las más recurrentes expresiones de objeción de conciencia, podemos citar las siguientes:
– La objeción del profesional que se niega a intervenir en cualquier investigación científica bélica.
– La objeción médico-sanitaria de aquellos que rehúsan intervenir en determinado tipo de operaciones. Las acciones a las que los profesionales de la salud han opuesto más frecuentemente objeción de conciencia en aquellos países donde tales acciones han sido reconocidas por la legislación, la regulación profesional o la costumbre son básicamente las siguientes: la eutanasia, la contracepción postcoital, la esterilización voluntaria, el aborto inducido, la reproducción asistida, el suicidio asistido, la suspensión de tratamientos médicos, entre otras.
– La objeción a la donación forzosa de sangre.
– La objeción fiscal de quien rehúsa pagar un impuesto destinado a financiamiento militar o campañas abortistas.
– La objeción a los juramentos (por Dios, por la Patria…)
– La objeción al culto cívico: quien rehúsa participar de ceremonias públicas cuya finalidad sea honrar al Estado y a sus emblemas.
– La objeción al servicio militar.
La Declaración de la Academia Nacional de Medicina del 28 de septiembre de 2000 afirma que el médico, en el ejercicio de su profesión, está obligado a aplicar los principios éticos y morales fundamentales que deben regir todo acto médico, basado en la dignidad de la persona humana; que esta actitud debe ser la que guíe al profesional ante el requerimiento de todo individuo que ve afectada su salud; que es distinta la situación cuando un paciente le exige realizar un procedimiento que el médico, por razones científicas o éticas, considera inadecuado o inaceptable, teniendo el derecho de rechazar lo solicitado, si su conciencia cree que ese acto se opone a sus convicciones morales. La Academia Nacional de Medicina estima que así se define el concepto de objeción de conciencia, esto es, la dispensa de la obligación de asistencia que tiene el médico cuando un paciente le solicitare un procedimiento que él juzga inaceptable por razones éticas o científicas. Es un derecho que debe asistir al médico en su práctica profesional. Y, agrega al final, después de expedirse sobre su rechazo absoluto a todo método que interrumpa el embarazo, que la objeción de conciencia es un método pacífico y apolítico por el cual un médico puede no ejecutar un acto reglamentariamente permitido, sin que ello signifique el rechazo de la persona y el abandono del paciente.
Sin embargo, no es tan claro que la objeción de conciencia exima al médico de ejecutar un acto reglamentariamente permitido, sobre todo cuando su conciencia está determinada por el juego ideológico y mediático de posiciones religiosas extremas. Aún menos claro es el caso de “objeciones de conciencia institucionales (encubiertas)”. Son muchos los casos con los que se podría ilustrar lo que estamos afirmando. Quizás uno de los más emblemáticos y difundidos, ocurrido en el año 2006, sea el de la joven L.M.R. de La Plata, adolescente de 19 años, con discapacidad mental que había sido violada, a quien la Cámara de Apelaciones de La Plata impidió la interrupción del embarazo y un Comité de Bioética (del Hospital San Martín) aconsejó en el mismo sentido.
El caso L.M.R. llegó al máximo tribunal de la provincia de Buenos Aires después de que una jueza de menores de La Plata y la Sala II de la Cámara Primera de Apelaciones en lo Civil de esa ciudad impidieran a la joven abortar. La Suprema Corte Bonaerense ratificó la constitucionalidad de la interrupción del embarazo y dejó asentado que no es necesario solicitar autorización judicial alguna cuando se trata de un embarazo producto de un abuso sexual a una mujer mentalmente incapaz. No obstante, el sufrimiento de la joven L.M.R. no concluyó ahí. Toda una campaña nacional hubo de desplegarse a los efectos de la realización del aborto. La Secretaría de Género de la CTA (Central de Trabajadores de la Argentina) en articulación con un centenar de personas de todo el país colaboró en la búsqueda de un profesional que hiciera la intervención, dado que la mayoría de ellos, a pesar del dictamen favorable de la Suprema Corte Bonaerense, se negaba a intervenir “por el grado de exposición pública que había tenido el caso”, como señaló Estela Díaz en aquel momento.[1]
Entre las citadas aspiraciones de la Academia Nacional de Medicina y el reclamo insistente e histórico de prestaciones médicas -sobre todo de parte de mujeres que permanentemente ven violados sus derechos básicos y electivos de vida- al que tradicionalmente se ha hecho caso omiso -especialmente en nuestro país y por interferencias sobre todo religiosas- hemos de enfrentarnos, entre otros, al siguiente problema: ¿Cabe hablar de “objeción de conciencia institucional”, esto es, la objeción de parte de instituciones sanitarias cuyos valores y cultura institucional se sustentan en valores religiosos? ¿Cuál es el principio puente que nos permite pasar de los derechos individuales a los objetivos colectivos? ¿Pueden las leyes anular libertades básicas? ¿Es la objeción de conciencia una “libertad básica”, un “derecho fundamental” que vale irrestricta y absolutamente? ¿Puede un derecho privado basado en creencias religiosas desobedecer normas institucionales que tienden a resguardar derechos individuales racionales y razonables?
Algunos argumentos estándar en defensa de la objeción de conciencia institucional invocan genéricamente la ligazón entre libertad religiosa y dignidad de la persona, e infieren directamente la no obligación, también genérica del derecho (negativo), de toda persona a no ser obligada a realizar comportamientos que contradigan sus convicciones de conciencia.
Sin embargo, no es evidente que la apelación a la propia conciencia sea argumento suficiente para eximir de deberes a los individuos: tal recurso necesita ser contrastado con las exigencias del punto de vista universal en ética, la vigencia de derechos humanos que pueden colisionar entre sí, el orden social, el bien común y la solidaridad.
Como bien describe Soledad Vallejos[2], en la República Argentina uno de los debates en relación con la objeción de conciencia surge con el Programa Nacional de Salud Sexual y Procreación Responsable y su correlación con leyes de salud reproductiva provinciales: ¿debían quienes se desempeñan como agentes de salud pública (médicas/os, enfermeras/os) brindar información sobre anticoncepción y suministrar métodos anticonceptivos aunque tuvieran reparos morales al respecto? En su momento y en concordancia con la Encíclica Evangelium Vitae, de marzo de 1995, en la que el papa Juan Pablo II imponía la “obligación grave y precisa de oponerse mediante la objeción de conciencia a las leyes humanas que favorecen el aborto y la eutanasia”, el Consorcio de Médicos Católicos y la Asociación de Abogados Católicos exigieron al Ministro de Salud que la reglamentación de la ley reafirmara explícitamente el derecho a la objeción de conciencia, habida cuenta de que “en todos estos textos el Estado juzga cuándo la procreación es responsable o no. En todos se prohíbe a los médicos o al personal sanitario ejercer el derecho humano a la objeción de conciencia siguiendo la abusiva resolución de la Conferencia de la Mujer de Beijing. En todos se niega el derecho de los padres a la educación sexual de sus hijos”.
Un poco antes, cuando el proyecto de ley de salud reproductiva había sido aprobado por la cámara de diputados, hubo un intento de incorporar la objeción de conciencia en la Ley 17.132, que regula el ejercicio de la medicina, pero quedó en la nada. A nivel nacional los embates fueron resistidos: nada dice el texto por el cual se creó el Programa Nacional de Educación Sexual y Procreación Responsable acerca de la posibilidad de objeción. Primó un criterio similar al que la filósofa Diana Mafia defendió en tiempos del debate en una publicación de la ONG Médicos del Mundo: “El derecho a la reserva de conciencia es un derecho constitucional que no tiene porqué incluirse en Salud Reproductiva. En todo caso, cualquier persona tiene derecho a hacer una objeción de conciencia pero a nivel personal y no institucional: hay muchos jefes de servicio y directores de hospitales que por ser objetores de conciencia a título personal, obstaculizan institucionalmente las prácticas con las que no acuerdan”.
En el análisis de un caso de anencefalia hipotético, construido como modelo a partir de casos reales, el Observatorio Argentino de Bioética afirma que el límite de la objeción de conciencia es “la prestación de los servicios reconocidos por el sistema de salud”, que “no puede ser ejercido en forma institucional”. Desde 2003, comenta Vallejos, la ciudad de Buenos Aires cuenta con una ley que permite adelantar el parto en caso de embarazo incompatible con la vida y dispone la validez de la objeción de conciencia al mismo tiempo que un sistema de reemplazos. Sin embargo, la legislación obvia un detalle que el Observatorio Argentino de Bioética recomienda especialmente: el registro de los objetores de conciencia, porque “es necesario (en el caso de embarazo incompatible con la vida) asegurar la inmediata derivación de la mujer embarazada a otro profesional del mismo servicio de salud, el cual pueda prestarle la atención médica adecuada, ya que la negativa institucional basada en razones de conciencia es inadmisible”.
Para otros[3], la pregunta por la objeción de conciencia no radica tanto en sus motivos como en la manera de llevar a la práctica la no-acción: “Ningún médico debiera estar obligado a efectuar un acto médico que él suponga un daño, a pesar de que esta suposición se base en sus apreciaciones morales o religiosas. Pero, por otro lado, si la práctica es legal y médicamente aceptable, este médico objetor de conciencia está en la obligación de derivar al paciente a otro profesional que sí pueda llevar a cabo el procedimiento, en lugar de disuadir al usuario con sus argumentos. Sin embargo, si fuera el único médico disponible, prevalece la necesidad del paciente”.
Y otros agregan: “Aun cuando respetemos las creencias religiosas, cabe observar que en ningún caso aquéllas pueden determinar el contenido de un ordenamiento jurídico en un estado democrático y plural”.[4]
Tanto la OC como la DC, más allá de sus orígenes, están emparentadas con actitudes políticas que se expresan en el marco del desarrollo y fortalecimiento del liberalismo. Es a partir de las nuevas formas modernas de entender la relación del individuo con el Estado y la articulación entre derecho y moral, la tensión entre los ideales de vida buena particulares y el ideal de justicia (o “lo que es bueno para todos”), la “moral individual” y la “moral pública”, que las figuras de objeción de conciencia y desobediencia civil adquieren relevancia social y política.
Finalmente, y a los efectos de incitar al lector a la reflexión, conviene recordar que una larga tradición democrática liberal cree que la determinación de condiciones generales para una forma de vida buena y deseable no debería olvidar, si no quiere renunciar al universalismo moderno, que toda noción de buena vida ha de subordinarse a un concepto universal de lo justo y ha de garantizar el espacio para la pluralidad real de formas de vida. La formulación de modelos de vida al modo de la filosofía clásica o cristiana no sería normativamente correcto desde este punto de vista, porque ambos dependerían de procesos de auto comprensión que tienen lugar en el marco de una biografía, de una forma de vida y tradición compartidas en el seno de una comunidad particular.
Por otra parte, desde un punto de vista antropológico, la moral puede entenderse como un dispositivo protector que compensa la vulnerabilidad estructural de las formas de vida socio-culturales, como afirma Habermas[5]. Son vulnerables y están moralmente necesitados de protección, en el sentido indicado, los seres vivos que se individuan por vías de socialización. En tal sentido, las morales tienen que solucionar siempre dos problemas de una sola vez: hacer valer la inviolabilidad de los individuos exigiendo igual respeto por la dignidad de cada uno de ellos y, en esa medida, proteger también las relaciones intersubjetivas de reconocimiento recíproco en función de las cuales los individuos se mantienen como pertenecientes a una comunidad.
Los principios de justicia y solidaridad responden, según Habermas, a esos dos aspectos complementarios. “Mientras que el primero postula igual respeto e iguales derechos para cada individuo particular, el segundo exige empatía y preocupación por el bienestar del prójimo” y se refiere al bien de todos, hermanados en una forma de vida compartida intersubjetivamente.
En tal sentido, el ejercicio de la profesión es uno de los roles más delimitados socialmente[6]. Algunas profesiones comportan especiales responsabilidades públicas, como ocurre con los médicos, los psicólogos, los abogados, los jueces… Por esta razón, desde muy antiguo encontramos tradiciones que proponen procedimientos adecuados para garantizar una buena praxis.
La deontología profesional ocupa un lugar de primer orden en toda organización social. Max Weber analizó esta cuestión y distinguió entre la ética de la responsabilidad (ética de la profesión) y la ética de la convicción, o ética personal, basada en creencias religiosas o morales y en una concepción del mundo más o menos trascendente o inmanente.
La ética personal se vincula a la ética de la virtud. La ética de la responsabilidad es de carácter secular y se refiere al conjunto de deberes cívicos asociados a actividades profesionales y a funciones sociales. Un grupo de individuos puede albergar diversas convicciones éticas y compartir, sin embargo, una misma ética de la responsabilidad. Esto es importante en sociedades heterogéneas como las nuestras. Desde este punto de vista, el vínculo que haría posible la interacción entre individuos con diferentes convicciones éticas sería precisamente la conciencia deontológica -profesional- y no la comunión en las mismas creencias.
Por otra parte, si el marco jurídico-político de nuestras sociedades responde a la características de las denominadas “democracias liberales”, y si la descripción y explicación de John Rawls es plausible en ese contexto político[7], entonces, más allá de las diferencias respecto de los intereses en una forma de vida buena, por un lado, y los ideales de justicia, por el otro, la idea es que en una democracia constitucional, la concepción pública de justicia debería ser tan independiente como fuera posible de las doctrinas metafísicas y religiosas. Esto es, una concepción de justicia debería ser política y no metafísica. Es decir, una concepción de justicia que posibilite la resolución plural de aquellas cuestiones que tienen que ver con la autonomía y el ejercicio de la libertad de los sujetos, de sus necesidades y sus urgencias bajo la premisa de que los fines de cada uno de los sujetos deben ser compatibles entre sí, como decía el filósofo de Köninsberg, Immanuel Kant.
A pesar de los consensos suscriptos por una abrumadora mayoría de países en relación con los derechos reproductivos de las mujeres, declaraciones y jurisprudencia internacional promovidas por los movimientos feministas y de mujeres durante décadas, en los que hubo pronunciamiento favorable al derecho de las mujeres a acceder al aborto legal y seguro, no deja de sorprender la distancia que aún existe entre los textos acordados y su aplicación. Junto a estos avances, la persistencia en Argentina y en América Latina respecto de la ilegalidad del aborto y la negativa de los hospitales a realizar esta práctica cuando es legal, sumado al maltrato que deben soportar las mujeres de parte de las instituciones que deberían proteger sus derechos y su salud, nos interpela una pregunta insoslayable: ¿Cuánto más será necesario que sus vidas sean expuestas públicamente para dejar de ser una cifra que causa vergüenza en países que proclaman a los derechos humanos como política de Estado?[8]
* Licenciada en Filosofía. Profesora Titular de Ética I de la Facultad de Filosofía y Humanidades, Universidad Nacional de Córdoba (UNC). Directora de la Maestría en Bioética, Facultad de Ciencias Médicas de la UNC. Miembro de la Comisión de Bioética del Consejo de Médicos de la provincia de Córdoba. Profesora Experta en Contenidos -ad honórem- de la Primera Cátedra de Bioética de la UNESCO. 2007-2011.
Notas
[1] Mariana Carabajal. La campaña por L. M. R. Página 12, 27 de agosto de 2006.
[2] Soledad Vallejos. La frontera, Página 12, Suplemento Las 12, 27 de mayo de 2005.
[3] Dra. Alicia Figueroa, integrante del Celsam
[4] VALDÉS, Margarita. “El problema del aborto: tres enfoques” en VAZQUEZ, Rodolfo (comp.) Bioética y Derecho. Fundamentos y problemas actuales. FCE, México, 1999.
[5] Cf. HABERMAS, J. Aclaraciones a la ética del discurso. Ed. Trotta, Madrid, 2000. p.21 y ss.
[6] BOLADERAS, Margarita. Bioética, Ed. Síntesis, Madrid, 1999, pp. 25 y ss.
[7] Cf. RAWLS, J. “Ideas fundamentales del liberalismo político” en AGORA Cuaderno de Estudios Políticos, Buenos Aires, Invierno de 1994.
[8] Cf. JULIÁ, Silvia. “Derechos reproductivos: Discriminación, mortalidad y aborto inseguro” en Juliá, S. et alt. Acceso Universal a la Salud Sexual y Reproductiva. Un desafío para las políticas públicas, Córdoba, Argentina, 2009.