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Suffering birth labor

 “¿Cómo pretendemos que el mundo cambie, si nacemos como nacemos hoy?”La pregunta del obstetra francés Michel Odent resumía la inquietud de quienes participaron de la Conferencia Internacional sobre la Humanización del Parto, realizada en Fortaleza, Brasil, en el año 2000. Aludía a una violencia difícilmente visibilizada: la que se ejerce contra las mujeres en los establecimientos de salud a los cuales ellas deben recurrir durante el proceso de gestación y nacimiento.

Una década y media antes en la misma ciudad la Organización Mundial de la Salud (OMS) discutía por primera vez las tecnologías apropiadas para la atención del parto. De aquella deliberación surgió la Declaración de Fortaleza. Su objeto era garantizar el derecho fundamental de toda mujer a recibir una atención prenatal apropiada. Destacaba su rol central en todos los aspectos de la atención, así como los factores sociales, emocionales y psicológicos que afectan la compresión e implementación de una apropiada atención prenatal. Sin embargo esta preocupación hoy no ha perdido vigencia y se discute aún la necesidad de modificar de manera urgente diversas prácticas relativas al nacimiento. En especial, evitar intervenciones innecesarias y técnicas invasivas, disminuir la tasa de cesáreas, asegurar el apego madre/recién nacido y cautelar el bienestar emocional de las mujeres, entre otros aspectos.

El uso de medicación y de distintos procedimientos se ha vuelto usual en la atención de todos los partos, sean regulares o con complicaciones, pese a que existen claras evidencias de que muchas de estas prácticas son innecesarias y pueden tener consecuencias negativas. Las mujeres y sus cuerpos son en este ámbito el objeto privilegiado de las intervenciones médicas.

Michelle Sadler, especialista en antropología médica, explica que hoy “el control de los cuerpos de las mujeres por parte del sistema médico es una práctica extendida hasta ahora, [que] se manifiesta explícitamente en la dependencia de las mujeres de tratamientos y diagnósticos ajenos a su conocimiento”. Esta práctica, continúa, consiste en la imposición “del conocimiento biomédico por sobre cualquier otra fuente de conocimiento, como es el de las experiencias previas de la mujer y el conocimiento que ella pueda aportar acerca del estado de su cuerpo, o sus tradiciones culturales. Quienes poseen el conocimiento autorizado son individuos, tanto hombres como mujeres, socializados en un sistema que privilegia la biomedicina como el saber legitimado”.

Pese a movilización de quienes abogan por recuperar la agencia de las mujeres sobre sus cuerpos y reconocer otros saberes, la hegemonía biomédica es pocas veces cuestionada. Sadler señala que el no involucrar a las mujeres en las decisiones sobre el tipo de medicación a ser suministrada o el instrumental a ser utilizado para conducir sus partos no son prácticas percibidas como formas de violencia. Extendiendo los efectos simbólicos de este orden, la antropóloga ve el nacimiento como una poderosa metáfora del sistema de género, que “desde nuestro primer asomo al mundo extrauterino [nos hace] testigos de la expropiación de nuestros cuerpos y saberes [y] de la invisibilización de lo que las mujeres sienten, opinan y saben”. Por siglos la mujer ha sido la encargada de atender el embarazo, el parto y el puerperio. Sin embargo a partir del siglo XVII el desarrollo de la ciencia médica occidental fue dando forma a la obstetricia como una práctica masculina, donde “los saberes de las mujeres fueron desplazados y desvalorizados”, afirma Sadler, quien también recuerda que la Inquisición llevó a la hoguera a miles de comadronas y parteras, acusadas de brujería.

Las universidades también marginaron a las mujeres, que sólo en el siglo XIX el acceso a la educación superior comenzó a adquirir legitimidad social. A diferencia de las prácticas y conocimientos que privilegiaban una concepción integral de la salud, en este nuevo escenario “se las formó en un sistema de salud constituido sobre una visión androcéntrica y fragmentaria de los seres humanos”, analiza la especialista. En este contexto, “el parto se transformó en una enfermedad que debía ser controlada e intervenida, y los saberes de las mujeres y sus familias, protagonistas del proceso, fueron desautorizados”, explica.

Violencia Obstétrica y legislación

Feministas y otros actores civiles, sensibles ante este cuadro, se han movilizado en pos de reconocer la violencia obstétrica como una forma más de violencia de género, lo cual ha tenido efectos en la legislación de varios países. En 2007, Venezuela dictó la Ley Orgánica sobre el derecho de las mujeres a una vida libre de violencia, que incluyó por primera vez la violencia obstétrica, definida como “la apropiación del cuerpo y procesos reproductivos de las mujeres por personal de salud, que se expresa en un trato deshumanizador, en un abuso de medicalización y patologización de los procesos naturales, trayendo consigo pérdida de autonomía y capacidad de decidir libremente sobre sus cuerpos y sexualidad, impactando negativamente en la calidad de vida de las mujeres”. La ley sanciona a médicos y profesionales de la salud que incurran en prácticas que vulneren los derechos de las mujeres.

Dos años después, Argentina promulgó la Ley 26.485 de protección integral a las mujeres, que define la violencia obstétrica de manera similar a su homóloga venezolana y promueve el reconocimiento de la mujer como protagonista de su gestación y parto, así como el respeto a su derecho a un parto natural, evitando prácticas invasivas y medicación no justificada.

El caso de Brasil es bastante particular. Pese a que en 2006 se aprobó la Ley 11.340, conocida como Ley María da Penha, este país es –junto con Chile– ejemplo de medicalización excesiva en la asistencia obstétrica (véase El mejor parto es el normal y fisiológico). El país lidera la realización de cesáreas en la región, con 50% de partos atendidos a través de este procedimiento, según el último informe Estado Mundial de la Infancia de Unicef.

Brasil y Chile superan con creces las recomendaciones sanitarias de la OMS, que insta a los países a reducir este tipo de intervenciones en un proceso natural como el nacimiento. La organización señala que sólo debe practicarse una cesárea cuando el parto no se puede desarrollar de manera normal, lo que sucede en un 15% de los casos, máximo 20%. Por encima de esa cifra se consideran intervenciones quirúrgicas innecesarias.

Las Estadísticas Sanitarias Mundiales (2011) de la OMS –que registran las tasas de cesáreas de más de 180 países en la década 2000-2010– revelan que durante esos 11 años Chile ocupó el cuarto lugar a nivel mundial con un 40,6% de partos vía cesárea. Sólo tuvieron más cesáreas Chipre (50,9%), Brasil (43%) y Republica Dominicana (41%).

Chile y la cultura de la cesárea

Los avances en el acceso a los beneficios de la biomedicina han provocado una importante reducción de las tasas de morbimortalidad materna y neonatal en gran parte del mundo. Chile no es la excepción; el país ocupa la segunda posición en las América, después de Canadá.

Sin embargo, logrados estos objetivos sanitarios, aún no se han implementado modelos de atención más integral de la gestación. El país, a diferencia de Argentina, Brasil y Venezuela, no cuenta con una ley que defina y sancione la violencia obstétrica. Sólo existe una recomendación programática que desde el año 1995 invita a los hospitales a permitir el ingreso de los varones en el parto, aunque la misma no se ha implementado en todos los hospitales y depende de la voluntad de los profesionales involucrados. No existen alternativas de atención al parto biomédico para las familias de clase trabajadora, ni alternativas de atención intercultural, a pesar de las demandas de diversos grupos por incorporarla. Tampoco se fomenta la creación de redes de apoyo femeninas como mecanismos de transferencia de saberes.

En opinión de Sadler, esta situación evidencia un modelo de nacimiento que privilegia las jerarquías de género por encima de las necesidades obstétricas fisiológicas y psicológicas de las mujeres. Para ella, los partos en el país “responden a culturas de nacimiento extremadamente intervencionistas, que no respetan la fisiología del nacimiento, en las cuales se ha construido una visión patologizada de la mujer gestante y parturienta, y se define el parto como un evento que requiere de intervención médica”.

La antropóloga señala que durante el trabajo de parto las mujeres son obligadas a acostarse de espaldas, a mantenerse quietas a pesar de las contracciones y se les prohíbe la ingesta de líquidos y alimentos. También son aisladas de sus seres queridos. Esto les ocasiona estrés y sufrimiento físico y psicológico, “que no pueden calmar con masajes de otra persona, ni con palabras de aliento”. Como resultado, el parto se ralentiza, e incluso se detiene, por lo que los médicos optan por administrar oxitocina artificial.

Las consecuencias inmediatas de esta acción son contracciones con mucho dolor, que conlleva el uso de anestesia, cuando está disponible. “Probablemente se le haga rotura artificial de membranas y otra serie de intervenciones derivadas del no respetar el tiempo fisiológico de ese trabajo de parto, ni las necesidades de esa mujer. En estas condiciones, es mucho más probable que esos partos concluyan en cesáreas”, afirma.

Capítulo aparte son las cesáreas programadas por la comodidad de los horarios médicos, para evitar largos trabajos de parto, y por una serie de criterios instrumentales, funcionales a los centros de salud o equipos médicos, pero que no responden a las necesidades y expectativas de las mujeres. Las cifras parecen corroborar esta afirmación. Mientras en el año 2000 en el sector público y privado las cesáreas representaban un 36% del total de partos, en 2011 esta cifra alcanzó un 48%.

En la actualidad, tanto sector público como el privado presentan porcentajes más altos. En los últimos 12 años, el sector privado aumentó el número de cesáreas de 60% a 70%. En otras palabras, “2 de cada 3 niños que en Chile nacen en una institución privada lo hacen a través de una cesárea, muy lejos de la recomendación 2 de cada 10 propuesta para estos tiempos”, advierte Gonzalo Leiva en su reportaje El Parto Robado: los números que nos entrega el nacimiento en Chile. Por su parte, el sector público aumentó sus tasas de un 30,4% en 2000 a un 38% en 2011.

A esto se suma que las familias muchas veces consideran la cesárea como la forma más segura, menos dolorosos y más práctica de dar a luz y participan en lo que se puede llamar la “cultura de la cesárea”, que destaca sólo los beneficios aparentes de dicha operación, sin discutir sus peligros. Los estudios contemporáneos revelan que una cesárea no implica ningún beneficio para la madre o el niño. En su lugar, se multiplica por diez el riesgo de que el bebé ingrese en la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI), según la OMS.

Por la Humanización del Parto

Ha adquirido cierta vigencia en los discursos públicos la idea de humanización de la atención de salud. Esta perspectiva postula que un excesivo tecnicismo de la biomedicina occidental ha ido en detrimento de la integralidad del ser humano, al tratar únicamente sus aspectos fisiológicos.

En el ámbito de la salud pública, a fines de la década de 1990 en Chile tuvo comienzo un incipiente movimiento de personalización del nacimiento. Nuevas prácticas fueron tomando forma hasta que en el 2008 se publicó la nueva normativa para la atención de la gestación y nacimiento en el Manual de Atención Personalizada en el Proceso Reproductivo, que fomenta el protagonismo de la familia en el proceso y plantea la importancia de disminuir intervenciones innecesarias de rutina en un modelo más integral de atención.

En septiembre de 2009, durante el gobierno de Michelle Bachelet, se creó mediante la Ley 20.379 el Sistema de Protección Integral a la Primera Infancia Chile Crece Contigo, destinado a apoyar integralmente a niños, niñas y sus familias, desde la gestación hasta su ingreso a la educación formal. El Sistema contempla el Programa de apoyo al desarrollo biopsicosocialque, entre otras cosas, reconoce el derecho de la madre a estar acompañada por el padre, otro familiar o persona significativa durante el parto. Este programa ha reportado algunos beneficios. En 2001, en un 20,5% de los nacimientos ocurridos en el sistema público de salud las madres estuvieron acompañadas, cifra que aumentó a un 71% en 2008, tratándose en la mayoría de los casos del padre, según revela el Informe 2007-2008. Observatorio de Equidad de Género en Salud.

No obstante, afirma Sadler, para seguir avanzando se necesita un Estado dispuesto a implementar políticas que fomenten la transformación del modelo de atención y no dejen al libre arbitrio de cada institución las normativas de atención del nacimiento. Probablemente sea preciso implementar incentivos para las maternidades que reduzcan sus tasas de cesáreas, o a la inversa, “castigos” a quienes no lo hagan.

Pero los desafíos van más allá del ámbito legislativo, puesto que el asunto involucra nociones culturales sobre el parto y su inscripción entre lo normal y lo patológico. En este sentido, la antropóloga considera “urgente reformular el tratamiento actual del parto, para volver a considerarlo un proceso natural, normal y saludable, cuya experiencia afecta profundamente a las mujeres y sus familias”, devolviéndoles su autoconfianza y saberes.

En su opinión, para impulsar estas transformaciones culturales es necesario que las comunidades de usuarios/as de la salud se empoderen y se gestionen cambios significativos en la formación de profesionales médicos que trabajan en torno al nacimiento.