Las normas reguladoras del género y la sexualidad, así como su simbología, son un aspecto central de la producción de sujetos, presente en la propia fundación de naciones contemporáneas y en la definición de su contrato social. En contextos de conflicto armado y transiciones democráticas, esos marcadores son incisivamente activados y se articulan de forma compleja en el despliegue de violencia por parte de actores armados. Pese a ello, la teoría sobre género y sexualidad, por un lado, y las del conflicto y construcción de paz, por otro, se han desarrollado de forma más o menos aislada las unas de las otras, lo que ha derivado en una cierta invisibilidad de los modos particulares en que estos aspectos interactúan en contextos de guerra, afirma el antropólogo colombiano José Fernando Serrano.
Al interesarse la ONU y otras organizaciones internacionales en este asunto a partir de la última década, los análisis promovidos suelen partir de supuestos relacionados con los roles que hombres y mujeres desempeñarían en dichos escenarios, ocupando el lugar de perpetradores y de víctimas. De forma similar, se asume que aquello que llamamos ‘homofobia’ se expresa de la misma forma antes, durante y después de un conflicto armado, o que las teorías sobre la violencia por prejuicio –formuladas en países que no se encuentran en situación de guerra interna– pueden ser aplicadas en cualquier contexto, explica el investigador.
Entender los modos intrincados en que el género y la sexualidad se articulan con la violencia armada continúa siendo una tarea apremiante, sobre todo para países como Colombia, que se encuentra en plena negociación del fin de uno de los conflictos armados más prolongados de los últimos tiempos. Para Serrano, de ello depende también que los procesos de reparación a las víctimas den cuenta del daño producidos por los actores armados y que el proyecto de nación finalmente negociado no se cimente en un orden patriarcal, sexista y heteronormativo.
En entrevista con el CLAM, el antropólogo colombiano se refirió a la investigación doctoral que conduce en la Universidad de Sidney, donde aborda las interacciones entre conflicto, género y sexualidad en Colombia y Sudáfrica. En ella analiza los modos en que se descompone y recompone la llamada ‘violencia homofóbica’ en dichos contextos y cuestiona la perspectiva liberal y occidentalizante implementada en torno de la resolución de conflictos.
¿Cómo se incorporan el género y la sexualidad a los estudios sobre conflicto y procesos de paz?
El género y la sexualidad han tendido a permanecer invisibles en las discusiones sobre conflicto, posconflicto y construcción de paz. El género empezó a cobrar importancia aproximadamente desde el año 2000. Los movimientos de mujeres y la teoría feminista han señalado que los conflictos no afectan a las personas de la misma forma por su condición de género y las Naciones Unidas han emitido normativas al respecto. Sin embargo, en los abordajes de estos temas existen varios supuestos que no han sido cuestionados y la visibilización de los mismos, fundamental y necesaria, se ha hecho con una lógica categorial. En la mayoría de discusiones al respecto se habla de los hombres a partir de su lugar como soldados, combatientes o excombatientes, es decir, como actores de violencia. Si bien esto es cierto, también es una lectura reducida. Algunos trabajos han complejizado un poco más el papel del género y han cuestionado el lugar del patriarcado en el sistema de la guerra, la militarización de las transiciones a la democracia y la construcción de la nación. Pero pocas veces se observan las multiplicidades propias del mundo de los hombres y de las mujeres. La diversidad sexual y de género también ha sido omitida en ese proceso de visibilización. Cuando es mencionada, se hace siguiendo la misma lógica categorial y se asume que dichas violencias continúan más o menos de la misma forma en contextos de conflicto armado y posconflicto. Por lo tanto, es importante mirar qué ocurre con gays y lesbianas en dichos contextos, qué lugar ocupan las violencias por género y sexualidad en la guerra. Parte de mi trabajo en Sudáfrica es ese.
Así como hay problemas de conceptualización en la teoría de conflicto y paz, tenemos un problema en ‘el otro lado’, y es que buena parte de la teoría sobre violencia por prejuicio u homofóbica ha sido formulada en países que no están en guerra y que no tienen que enfrentar cuestiones políticas propias de la reestructuración de los estados. Estas teorías parten de un discurso psicosocial que no reconoce lo específico de los contextos de transición hacia la democracia o de conflictos prolongados. Existe una multiplicidad de formas de violencia que se conectan con el género y la sexualidad, cuya complejidad se desconoce al aglutinarlas en conceptos como ‘homofobia en contextos de guerra’. No debemos asumir que lo que hemos llamado ‘violencia homofóbica’ opera de la misma forma en contextos de conflicto o de transición a la democracia. En la guerra se usa la violencia sexual y de género de una manera particular. Por ello es preciso preguntarnos qué continúa y qué se transforma antes, durante y después del conflicto.
¿Cómo se imbrican el género y la sexualidad en el conflicto armado y el posconflicto?
La guerra y las transiciones a la democracia están expresadas en claves de género y sexualidad. Por lo tanto, es necesario mirar no sólo el modo en que la guerra afecta las violencias y dinámicas relacionadas con el género y la sexualidad, sino también cómo dichas dinámicas determinan la forma en que se entiende la guerra y las transiciones hacia la democracia. Uno podría preguntarse por qué en estos contextos el género y la sexualidad adquieren tanta relevancia. No creo que sea casual que en Colombia, cuando se negocia la paz con las FARC, los derechos de parejas del mismo sexo y los derechos de las mujeres como el aborto estén en el centro de la discusión política. Si bien estos temas también se discuten en el resto de América Latina, las condiciones en las que se lleva a cabo ese debate son distintas.
En mi investigación propongo descomponer la asociación entre lo que hemos llamado ‘violencia homofóbica’ y ‘violencia en contextos armados’. Algunas violencias que hemos considerado características contra homosexuales tal vez no lo sean. Puede que sólo hayamos visto una parte de ellas, el elemento sexual, cuando en realidad abarcan muchos otros. Un ejemplo es la llamada ‘limpieza social’. En Colombia, cuando se discute sobre violencia por orientación sexual y de género, se trae a colación el conflicto armado y se construye una conexión lineal entre ambos fenómenos, pese a que una exploración detallada muestra que, a diferencia de lo señalado por algunas organizaciones LGBT, lo que leemos como violencia contra una minoría no lo es. Posiblemente refiera a otras cosas o sea una entre otras. Un actor armado no actúa necesariamente con una lógica poblacional. En determinados contextos la limpieza social tiene que ver más con otras problemáticas como la exclusión, marginación, asuntos económicos, control territorial o espacial, en los cuales el género y la sexualidad pueden aparecer, pero no de forma independiente. Los panfletos de actores armados que amenazan a determinadas personas no tienen sólo un efecto individual, también construyen un colectivo, pero dicho colectivo no es necesariamente el LGBT que reclama derechos.
Señalo esto porque en procesos de negociación, de transiciones a la democracia, de reparación de víctimas, una cuestión complicada es definir qué se va a reparar. Si esa definición de reparación se hace siguiendo la lógica de la homofobia creo que podemos cometer un error, porque se puede reparar un daño que no ha sido causado por el actor armado. Entonces tenemos que empezar a ver cuál es ese tipo específico de daño que el actor armado generó.
Usted estudia cómo operan dichas violencias en el apartheid y en el conflicto armado colombiano…
En transiciones a la democracia suelen tener un lugar preponderante los discursos militaristas y autoritarios que privilegian lo masculino y el patriarcado. Es frecuente la imagen del hombre héroe que reconstruye la patria y de la mujer que reproduce la nación. Los sistemas normativos del género y la sexualidad, al participar en la construcción de la nación, determinan qué comportamientos y actores se adecuan a ese objetivo, y cuáles no. Pero eso no significa que haya una persecución contra tales otros actores. Es importante diferenciar allí persecución de discriminación.
El ejemplo que se suele tomar es el de la Segunda Guerra Mundial. Algunos autores señalan que hubo persecución contra los homosexuales, porque el nazismo habría identificado a dichos sujetos con el fin de desaparecerlos o controlarlos. Pero esto tuvo lugar según una lógica muy particular. Para el sistema nazi, interesado en producir una nueva raza, una nueva nación, aquello que no fuera reproductivo debía ser controlado. Lo que nos lleva a la pregunta de si hubo persecución contra homosexuales por lo que eran o porque ocupaban un lugar contrario al modelo reproductivo. Otros autores afirman que dicha persecución operó de manera similar a la que se llevó a cabo contra los judíos; es decir que se trata a los homosexuales como si fueran otro grupo étnico. Pero el sistema no creaba a ambos colectivos de la misma forma. En la Alemania nazi, la oficina desde la cual se persiguió a los hombres homosexuales era la misma que regulaba la reproducción, que era distinta de la encargada de la persecución a los judíos. Por otro lado, la forma como se regulaba a hombres y mujeres homosexuales también era distinta. Ellas eran ‘mujeres asociales’, categoría que abarcaba a las que se habían casado con hombres extranjeros o de otro grupo étnico, divorciadas, prostitutas, etcétera. Ellas eran perseguidas por contravenir las normas de género y sexualidad.
Esta idea podría extenderse al caso sudafricano. El apartheid no puso en marcha una persecución explícita contra homosexuales como parte de su lógica de guerra. Sin embargo, era un sistema que estaba impregnado de una lógica normativa y regulatoria del género y la sexualidad. Dicha lógica se expresaba en clave de raza, por lo que operaba de forma diferente para la comunidad blanca [de origen europeo] que para la negra [de origen africano] o la de color [en Sudáfrica la categoría ‘colored’ es restricta a las personas de origen surasiático]. Eso, a su vez, generó formas diferentes de violencia. No había una persecución explícita, sino un tipo de policía de la sexualidad centrada en los hombres blancos, que debían ajustarse a una lógica reproductiva y masculina y expresar a través de su corporalidad ideas de fuerza y de lucha contra el otro, las comunidades negras, representadas como salvajes e incontrolables. El corazón del apartheid estaba centrado en las fuerzas armadas, los hombres blancos tenían que prestar servicio militar y era preciso proteger el ejército a como diera lugar. Pero había otros espacios para hombres blancos en los cuales, gracias a los privilegios de los que gozaban, la aplicación de la ley era parcial y se permitía una alta actividad homoerótica. La violencia que se ejercía contra las comunidades negras y de color era racista, pero estaba sexualizada y generizada. La sexualidad no aparecía como un objeto particular de persecución pero tampoco estaba separada de la violencia racial ni de la dimensión de género de dicha violencia. Existía una economía especifica que determinada cuándo, cómo, de qué modo se ejercía o se aprovechaba la exclusión, la subordinación, la segregación.
En Colombia los paramilitares no persiguieron a todos los homosexuales. Lo hicieron de manera selectiva. En este contexto, marcado por la clase, lo masculino y la raza, aparecen historias de hombres a quienes el actor armado les advirtió que debían sacar a sus hijos del territorio, pues de lo contrario los matarían. En estos casos se da una amenaza, pero también se observa una forma de protección que no está presente en otros casos. El actor armado hace un balance a partir de cuestiones como quién tiene poder económico en la comunidad y a partir de ello negocia. En sentido estricto, existe un ejercicio de violencia y desplazamiento, pero funciona diferente para un chico gay, blanco, de clase media o hijo de un terrateniente que para una chica trans o para una mujer lesbiana. Hay personas que aprenden a vivir en dichos contextos, a quienes incluso el actor armado incorpora en su estrategia de control. Algunas no sólo no son perseguidas, sino que, por el lugar que ocupan en la comunidad, son mantenidas cerca del actor armado. El ejercicio de poder de los actores armados es complejo, ya que tiene no sólo la capacidad de destruir, sino también de aprovechar. La mayoría de las veces hacen las dos cosas al mismo tiempo. Entonces, ese modelo según el cual todos somos perseguidos, en contextos de conflicto no funciona. Esto no significa que el actor armado no produzca vulnerabilidades; lo hace, pero también las administra. Y los sujetos vulnerados encuentran formas de sobrevivir, de negociar con ese ejercicio de poder. Encuentran fisuras en él.
¿Qué ocurre en el posconflicto?
Los usos de estas violencias se activan y desactivan dependiendo de la fase en la que se encuentre el conflicto. Los escenarios posconflicto no implican menos violencia por género o por sexualidad. Esta incluso puede incrementarse. En ocasiones se observa cómo formas de violencia que no existían aparecen. O formas de violencia que operaban de cierto modo adquieren otra forma. Un ejemplo son las llamadas ‘violaciones correctivas’ en Sudáfrica. El año pasado más o menos 13 mujeres lesbianas negras de clases trabajadoras fueron asesinadas, lo que ha suscitado preguntas respecto a si estas violencias ocurrían o no antes del fin del apartheid, si aumentaron en la posguerra o si hubo un cambio en la forma de leer este fenómeno. Buena parte de esa violencia tiene un elemento nacionalista. Durante los posconflictos, los nacionalismos se exacerban. El contrato que se negocia en el posconflicto es el de la nueva nación, que por lo general sigue siendo patriarcal, masculina, etcétera. Todo lo que vaya contra esa nación es considerado antinacional. En el caso de las mujeres que han sufrido dichas violaciones, un elemento constante es su aspecto físico y su forma de vida que es leída culturalmente como masculina y que transcurre en espacios masculinos. Muchas de ellas juegan billar, están con los hombres en espacios masculinos, interactúan con ellos y algunos las perciben como invasoras de su territorio. Incluso afirman que ellas les roban a sus novias, como si ellas no decidieran con quién desean estar. Esta violencia no se dirige contra todas las lesbianas, sino contra algunas. Si bien la cuestión de la sexualidad está presente, es la conformidad o no conformidad con las normas de género la que determina cómo se activa dicha violencia.
En Colombia también se observa eso. En mi trabajo de campo hablé con mujeres trans que si bien como colectivo forman parte de ese sujeto considerado peligroso, también negocian e interactúan de formas inusitadas con los actores armados. Una de ellas confrontó al actor armado que la amenazaba y le preguntó por qué lo hacía si ella era “una mujer buena, trabajadora”, que atendía un salón de belleza y no “hacía escándalo”. De acuerdo con su narrativa, ella era una mujer normal que se comportaba como debía. El actor armado fue interpelado en esos términos e incluso empezó a brindarle protección. Mantenerse en la norma de género constituyó un marcador. Pero otras mujeres trans que eran vistas como masculinas y que protagonizaban peleas fueron desplazadas.
La regulación del género y la sexualidad es aprovechada no sólo por los sistemas totalitarios, sino también por movimientos de liberación. ¿Qué observó en la lucha contra el apartheid?
En Sudáfrica hay un personaje que es icono de la lucha contra el apartheid, pero también de los derechos LGBT: Simon Nkoli. Él es visto como el que hizo la conexión entre ambas luchas. En el Juicio Delmas, varios líderes del ANC (African National Congress) fueron acusados de traición. Nkoli también fue procesado y durante el juicio salió a flote el tema de su orientación sexual. Esto generó tensiones al punto que se llegó a pensar que iba a ser juzgado aparte debido a su homosexualidad, pero también por el lugar problemático que ocupa la homosexualidad en los movimientos de liberación. Había líderes del ANC que creían que la homosexualidad podía ser utilizada en su contra, como de hecho ocurrió con otras movilizaciones sociales, como la que se oponía al servicio militar obligatorio. Finalmente se hizo un juicio colectivo, porque la razón por la cual Nkoli había sido detenido era su oposición al apartheid, y cuando salió de la cárcel se convirtió en una figura internacional. Lo invitaron a los Estados Unidos y se convirtió en un icono de ambas luchas. El movimiento gay oficial de Sudáfrica era blanco y se definía como no político. Sus líderes señalaban que la lucha contra el apartheid no era suya y que no querían tener que ver con ella. Afirmaban que su razón de ser no era política, sino social. Nkoli cuestionó eso y mostró cómo dicho movimiento era racista, clasista y masculino.
Al conocer el caso de Nkoli me pregunté por qué no había mujeres que ocuparan un lugar como el suyo, pese a que hubo lesbianas encarceladas por luchar contra el apartheid. A partir de algunas conversaciones intuyo que hay una gran diferencia en la forma como se lee la resistencia de hombres y de mujeres. La violencia de género ocupó un segundo lugar, porque la lucha principal era frente al racismo. Muchas mujeres decidieron ocultar dicha violencia, pero en el caso de los hombres la violencia homofóbica se hizo evidente. Esto muestra los problemas de hacer lecturas categoriales de estos fenómenos, ya que pueden generar uniformidades que no existen.
¿Puede decirse entonces que su análisis, en vez de centrarse en sujetos, se refiere a los sistemas de género y sexualidad?
Mi planteamiento se centra en el sujeto, pero no en la identidad. Creo que el error está en las lecturas que toman como punto de partida la identidad, lo LGBT y la homofobia para analizar el conflicto. Se trata de leer el sistema de forma no lineal. Hay que entender cómo funcionan los sistemas de género y sexualidad, pero pensando cómo estos se componen y recomponen por efecto del conflicto y qué efectos tienen en momentos específicos de la guerra.
¿Cómo se implementa esta mirada en los procesos de reparación?
Aclaro que yo no niego la existencia de procesos de victimización por género o sexualidad. Hay victimizaciones que tienen que ser reparadas de acuerdo con la situación específica que cada persona vivió. Si una persona fue desplazada por su orientación sexual, si fue amenazada por ser lesbiana, el sistema debe construir formas de repararla. Ese es uno de los retos de los sistemas de reparación: definir qué repara y qué no. En Colombia, la ley de víctimas estableció una fecha a partir de la cual se define si alguien es víctima del conflicto armado o no.
En Sudáfrica se definió como objeto de reparación las violaciones atroces de los derechos humanos que estaban asociadas sobre todo con la violencia política en el apartheid, pero que dejó de lado la violencia de género. Después de la Comisión de la Verdad se intensificó el debate porque hubo muchas víctimas del apartheid que no fueron reconocidas como tales. Eso ha pasado en todos los escenarios de conflicto. Es claro que no se pueden considerar todas las formas de violencia, porque serían imposibles de manejar. Pero lo que se incluye deja de lado otras cosas. En Colombia, aún no se sabe cómo va a reparar la ley de víctimas. Son claros los mecanismos de reparación individual, pero no los de reparación colectiva. Esto plantea una pregunta muy grande para los sectores LGBT. Si se va a hacer una reparación colectiva, ¿qué se va a reparar? ¿La discriminación, la intolerancia, la invisibilidad por parte del estado? ¿Cuál es el daño causado? Los operadores de estos mecanismos tienen un reto muy grande si en realidad quieren hacer reparaciones colectivas.
Históricamente, los sistemas de reparación han incrementado gradualmente lo que cubren. Ningún homosexual fue reparado en los juicios de Núremberg durante la Segunda Guerra Mundial. El tema sólo apareció hasta los años ochenta y esas víctimas quedaron fuera. Hasta hace pocos se hicieron los últimos reconocimientos a los homosexuales sobrevivientes de los campos de concentración. En Sudáfrica las organizaciones LGBT no reclamaron un tipo específico de victimización por el apartheid. Esta fue una decisión consciente; no es que se les haya olvidado. Mucha gente dijo “no vamos a separar el asunto, porque esto se trata de racismo. Así sepamos que hubo homofobia, no la vamos a incluir”.
Los grupos LGBT no pidieron una sesión específica de la Comisión de la Verdad para presentar casos sobre ese tipo de violencia y reclamar reconocimiento, sino que apuntaron a incidir en la reforma a la Constitución. La Constitución sudafricana es la primera en el mundo en incluir la orientación sexual como categoría protegida contra discriminación. Fue la primera pieza del dominó que les reconoció derechos a las personas LGBT en ese país, siendo el matrimonio igualitario uno de los más recientes. En Colombia, los debates sobre matrimonio igualitario han tomando como base la experiencia de países como Estados Unidos y Holanda, pero no la de Sudáfrica, que es un país con una transición reciente a la democracia. Creo que este caso ofrecería más lecciones que los otros.
Usted señala que la resolución de conflictos puede tener una dimensión correctiva y disciplinaria, cuando es considerada con una perspectiva liberal y occidentalizante. Como alternativa propone abordar estos procesos desde formas no normalizadoras ni preconcebidas. ¿En qué consiste esa perspectiva, esa idea de ‘queering conflict’?
La resolución de conflictos y las transiciones a la democracia suelen repetir las lógicas de exclusión y jerarquía del género y la sexualidad. Ambas son lógicas normalizantes. En los discursos de paz y resolución de conflictos se habla de “ordenar la sociedad” y de normalizar aquello que ha sido “alterado por el caos”. Si la policía de la sexualidad en la modernidad fue la psiquiatría y el sistema médico, en los procesos de paz y resolución de conflictos el aparataje de instituciones internacionales, agencias de Naciones Unidas, de derechos humanos y ayuda humanitaria, a mi modo de ver, hace casi lo mismo que la psiquiatría: controlan, regulan, miden y normalizan las sociedades. Normalización de la sexualidad y normalización de la sociedad.
Si bien es válido incluir la diversidad sexual y de género en los procesos de paz, no hacemos mayor diferencia si nos detenemos allí. Es importante repensar las lógicas con las cuales los discursos y mecanismos de construcción de paz y de transiciones a la democracia han sido elaborados. Existe un equivalente a la escala de Kinsey para los conflictos, con la que se mide qué tan caóticas y qué tan normalizadas son las sociedades. El concepto de ‘Estado fallido’ que se emplea en estas discusiones es equivalente al de homosexualidad como sexualidad inadecuada. Desafortunadamente tendemos a reproducir esas equivalencias lineales.
El proceso de verdad y reparación de Sudáfrica dejó un sinsabor muy fuerte en la gente, porque reparó muy poco. La transición no trajo consigo los ideales de igualdad, equidad y dignidad. El movimiento de víctimas está fragmentado. Todavía hay gente que está pidiendo reconocimiento y reparación. Muchas de las nuevas formas de violencia se deben a que ese modelo de normalización y de regulación de la sociedad no funcionó, sino que desplazó las violencias hacia otros lugares. Yo veo que en los instrumentos de reparación y de construcción de paz hay fallas muy grandes, por lo que es necesario inventar otros modelos que no sean lineales, ni normalizantes, ni que operen de la forma como han sido reguladas las sexualidades en las sociedades occidentales modernas. Hay gente que plantea como alternativa perspectivas emancipadoras de la resolución de conflictos. Eso habrá que explorarlo.