CLAM – Centro Latino-Americano em Sexualidade e Direitos Humanos

Por trás da cortina de fumaça

Entrevista publicada originalmente no jornal Página 12 

Hasta qué punto se pueden negociar los límites de lo normal y cómo evitar que en esa negociación donde van entrando diferentes letras del alfabeto no vaya quedando siempre un grupo de indeseables afuera. Hasta qué punto la bandera de los derechos sexuales está sirviendo como pantalla de otros abusos: el uso extorsivo e hipócrita que las corporaciones y algunas potencias hacen de la causa lgbtqi fue uno de los puntos que más sonaron en la IX Conferencia de la Asociación Internacional para el Estudio de la Sexualidad, Sociedad y Cultura la semana pasada en Buenos Aires, a la que asistieron investigadores y activistas de Latinoamérica, Africa y Asia. Jane Bennett, directora del Instituto de Género de Africa, de la Universidad de Ciudad del Cabo, profundizó en un concepto al que denomina “pink washing”, que “fue elaborado por las feministas radicales, quienes criticaban el uso corporativo de, sobre todo, las campañas contra el cáncer de mama donde las empresas hacen campañas con cintitas rosas, mientras los productos que venden, por ejemplo cosméticos, aumentan la toxicidad, y así las posibilidades de contraer todo tipo de cáncer.

Ese es su origen pero ¿en qué sentido se puede hablar de pink washing relacionado con lo lgbtiq?

–El uso más popular y actual que se le puede dar al término es para describir la posición de gobiernos represores que se alimentan de una fachada gayfriendly, que a veces tiene un anclaje real y otras veces no. ¿Cómo usan esa fachada rosa? Israel es el mejor ejemplo por el énfasis que le pone a mostrarse abierto, democrático y tolerante con la comunidad lgbtiq. Se encarga de dejar muy claro en todo tipo de evento internacional lo bien que recibe a los gays en su territorio y cómo alienta el turismo gay, cuando todos conocemos cómo Israel viola los derechos humanos de los palestinos. A este particular uso de la pantalla lgbtiq que hacen tanto Israel como Estados Unidos es a lo que llamo pink washing.

¿Obama sería otro agente de este lavado de derechos?

–Pensemos que fue durante su mandato, hace unos meses, que DOMA, la principal traba contra el matrimonio igualitario, pudo derogarse por vía legislativa. Ahora que en más estados (todavía pocos) está permitido el matrimonio igualitario, hay un consenso de que en la era de Obama hay más apertura, tolerancia y democracia como para hablar de la cuestión gay. Pero al mismo tiempo sabemos que el imperialismo norteamericano sigue siendo igual de salvaje y asesino. Entonces, justamente, el pink washing consiste en esta sensación de tierra amigable sustentada en su alta aceptación hacia gays y lesbianas. Lo curioso es que eso es una gran mentira: Estados Unidos no está aceptando a la población lgbtqi, hay algunos pocos espacios en los que las personas queer podemos vivir más tranquilas, pero –atención– siempre y cuando no seamos pobres, negras, discapacitados o inmigrantes ilegales. El lugar donde existe la más radical y conservadora homofobia del planeta muy probablemente sea Estados Unidos. Da la sensación de lo contrario, y ahí puede verse la efectividad del discurso político de pintar todo de rosa.

¿Qué tan nuevo es el pink washing?

–Es nuevo en cuanto a su extensión. Sólo recientemente se extendió con tanta intensidad el discurso de los derechos sexuales como parte fundamental del discurso de los derechos humanos. No hace tanto que es frecuente escuchar la referencia a gays y lesbianas como parte del proceso democrático. Hay una realidad que es que las personas blancas y ricas siempre han podido vivir como quisieran. Esas mismas personas que puertas adentro hacían o hacen lo que quieren han tenido siempre una cara pública muy homofóbica. Ese sería un pink washing histórico.

Cuando Occidente se mete a liberar a los oprimidos del resto del mundo ya sea con bombas o con advertencias también merece una sospecha de lavado.

Hay un caso paradigmático que es el de dos hombres jóvenes en Malawi, Steven Monjeza y Tiwonge Chimbalanga, que fueron arrestados en una fiesta en la que anunciaron su compromiso (aclaremos que las identidades de ambos se construyeron como masculinas por la prensa, aunque uno de ellos es trans) y fueron condenados a 14 años de trabajos forzados. Ban Ki-moon, el secretario general de las Naciones Unidas, hizo mucha presión para liberarlos y lo logró. Pero unos meses después Malawi aprobó un paquete de leyes antilesbianas muy duro y nadie dijo nada. La puja que se produce es que si sos un activista gay en Uganda serás tildado de occidentalista, de hacer lobby, de que sólo te importa el dinero, de que tu dinero viene de donantes extranjeros. Ser gay o lesbiana, ni hablar trans, es una situación muy peligrosa en Africa, y esta falsa pantalla de Occidente a favor nuestro termina volviéndola más peligrosa aún. Esta intención de Occidente, incluidas las organizaciones internacionales, de sentirse y verse como héroes actuando en todo el mundo no Occidental, interviniendo por nuestros derechos, complica aún más las cosas. Y si bien es deseable que todos luchemos contra la homofobia, si esa lucha no entiende las particularidades de cada contexto, termina mandando a la muerte a los mismos activistas porque los vuelve visibles en un sentido muy negativo. ¿Otro ejemplo? Hace poco meses, en un evento diplomático Obama se encontró con Macky Sall, presidente de Senegal, y le dijo algo así como que ya era hora de que Senegal le concediera más derechos a la comunidad lgbt, a lo que Macky contestó: “Vamos por partes, todavía no estamos listos, pero por lo menos en Senegal no existe más la silla eléctrica”. Se puede decir que le cerró la boca. Y sin embargo los diarios del mundo titularon “Obama pide por los derechos gay y Macky dice NO”.

Mencionaste en tu ponencia un costado poco deseable de la lucha por los derechos civiles lbgtqi, ¿a qué te referís?

–A que para conseguir avances no logramos despegarnos de la idea de ciudadanía. La ciudadanía en sí misma es muy tramposa, es un concepto peligroso. Siempre implica la idea de excluir a alguien. Para que haya algo así como una nación y sus ciudadanos siempre tiene que haber bordes y, por lo tanto, gente que se quede fuera de esos bordes. ¿Por qué peleamos cuando peleamos por la ciudadanía? Para quedarnos o meternos adentro de esos bordes. Los gays en el ejército son uno de los ejemplos más claros de hasta qué punto pueden estirarse los límites de la normalidad y hasta dónde estamos dispuestos a negociar para meternos dentro de ella. Ok, entiendo que a veces no queda otra que pelear dentro de esos bordes, por ejemplo, en la importantísima pelea por el aborto legal. Pero suena –la mayoría de las veces– como una batalla ganada a muy corto plazo. El fin más deseable por el cual luchar me imagino que debería ser la paz. No una paz de silencio sino una paz activa. Y lo digo en un momento en el que la paz parece ser lo que menos le importa a todo el mundo. Entiendo a quienes luchan por la ciudadanía, pero sé que estamos habilitando a que en cualquier momento venga alguien y diga “vos no sos un ciudadano”. Ese peligro potencial siempre esta ahí.

¿Dónde creés que todavía puede encontrarse el aspecto provocativo de lo queer?

–Cada vez está más escondido. Los verdaderos queers hoy están peleando por la justicia económica. No son más queers trabajando por lo queer, sino dando una pelea por lo económico, repesando la clase social, peleando por nuevos modos de pensar la política, rechazado las categorías. No están trabajando por problemas sino por intereses y en grupos con una organización que ya no tiene más nada que ver con la idea de líder. En Sudáfrica está pasando y creo que en muchos otros lugares del mundo también. La tecnología se vuelve muy importante en este sentido. Creo que se trata de gente que no se siente parte de los movimientos políticos tradicionales. Lo queer muchas veces engaña. La gente más queer que conozco es muchas veces la que exteriormente parecería encajar con lo más estereotipado de la normatividad. Y esa gente suele ser la que luego tiene las ideas más sorprendentes. Ser queer hoy para mí significa prestar mucha atención y estar muy alerta a las soluciones fáciles. Aunque puede ser muy cansador. Por eso recomiendo cada tanto descansar y ser un poco straight (risas).

Dentro de la pelea por los derechos civiles, ¿qué opinás del matrimonio igualitario?

–El matrimonio es algo que me da miedo. Y no es que no quiera que las personas sean felices. Obvio que las personas merecen tener los compromisos que quieran, pero el matrimonio es algo realmente peligroso y ha sido algo peligroso desde hace siglos. No creo que podamos ser hábiles para transformar esa institución macabra con el hecho de ir todos corriendo a casarnos. Me parece muy ingenuo pensar eso. Para mí sigue impregnado de todo su sentido religioso. Entiendo que la gente lo haga desde el punto de vista económico y legal. Pero no les creo nada a los que vienen y me dicen que es algo especial, un ritual para el amor. Entiendo los argumentos de quienes luchan por él: que fortalece la dignidad de los hijos de las familias gay, que estabiliza la igualdad formal. Pero no puedo dejar de oír las voces cínicas que lo muestran como otra baratija más del capitalismo globalizado y como otra forma más de inyectar dólares rosas al mercado. Al mismo tiempo no puedo dejar de escuchar las voces radicales –con las que me eduqué– que no ven en él la liberación de nada sino sólo un arreglo económico tan opresivo y patriarcal como todos los demás. La frase del Butler de “el deseo por el deseo estatal” me parece apropiada.

¿Cómo se explica la necesidad del colectivo de seguir acercándose a la ciudadanía y al matrimonio?

–Porque es accesible. Es fácil de explicar y de entender. Si uno argumenta “Yo tengo un derecho. Ella no lo tiene. ¿No deberíamos tener los mismos derechos?”. Tiene lógica, es una discusión bastante fácil de ganar. Este tipo de reclamos tiene una historia muy respetable en el activismo. La gente está cómoda con el discurso de luchar por los derechos y hay cierta familiaridad con esas ideas. En Sudáfrica durante muchos años hubo una gran lucha por los derechos trans para cambiar los documentos. Pero los abogados y la sociedad en general sólo podía entenderlos en términos de “reparación”. Hubo un gran debate y finalmente se aprobó que podés cambiar tu DNI pero debía haber una cirugía de por medio. Pero si simplemente querías cambiar tu nombre, no podías. Hay cosas que sólo se entienden si nos ponemos en el lugar de la víctima. En este caso, una persona que nació hombre, se siente mujer, entonces sufre y por eso necesita arreglo. Entonces, ahí se merece un derecho. En las narraciones liberales el matrimonio representa un inicio. Foucault ya señalaba toda la incomodidad que implica esta conversación entre deseo e institución. Habría que preguntar quiénes son los que están accediendo y si no es una forma de normalización, un pedido para que nosotros también seamos reconocidos como “decentes”, monogámicos, estables. La pregunta es cuándo el acceso a derechos ciudadanos se transforma en una hegemonía y cierta prueba de fidelidad a instituciones carnívoras, ¿qué pasará si todos terminamos entrando dentro del paquete normalizador?

¿El amor no tendría nada que ver con esto?

–Mi más sincera respuesta es que no lo sé. Yo no estoy planteando que el matrimonio igualitario y toda la serie de avances relacionados con él sean revolucionarios, tampoco estoy diciendo que no lo sean. Estoy planteando una encrucijada epistemológica, abriendo la discusión. Al fin y al cabo, también es una incógnita para mí, en mi vida personal. Los casamientos son muy divertidos. He ido a decenas de casamientos de lesbianas. Todos bailan, todos son felices y se toman hasta el agua de los floreros. Muchas veces me pregunto qué diría yo si mi novia me propone casamiento. Ay, Dios. No lo sé y me avergüenza un poco. Lo planteo sobre todo como un problema porque, ¡vamos!, tengo 55 años: ¡a esta altura ya debería tener claro qué es lo que pienso del matrimonio!