CLAM – Centro Latino-Americano em Sexualidade e Direitos Humanos

Vidas que merecem ser reproduzidas

por Manuel Alejandro Rodríguez Rondón

Las conferencias internacionales de El Cairo (1994) y Beijing (1995) marcaron un hito en el debate sobre la participación masculina tanto en el control de la fecundidad como en las prácticas de "sexo seguro". Su impacto se refleja en la inclusión del tema en las políticas oficiales de varios países, así como en los programas de organizaciones no gubernamentales que ofrecen servicios de salud sexual y reproductiva. No obstante, sus alcances reales en la construcción de relaciones de género igualitarias en los ámbitos de la sexualidad y la reproducción han sido cuestionados. Las bajas tasas de esterilización masculina en América Latina en comparación con la extendida realización de la ligadura de trompas evidenciarían los limitados avances en la materia. De acuerdo con el estudio Contraceptive Sterilization: Global Issues and Trends de la organización internacional Engender Health, en 2002 los porcentajes de esterilización masculina más altos eran registrados en algunos países de Europa Occidental (18% en el Reino Unido, 9% en Holanda y 8,3% en Suiza), Norteamérica (16,2% en Canadá y 14,9% en Estados Unidos) y Asia (12% en Corea del Sur y 10,2% en China). Por su parte, los países latinoamericanos reportaban bajas tasas de vasectomías. Puerto Rico (3,5%), Brasil (2,6%), Guatemala (1,5%) y Costa Rica (1,3%) ostentaban las cifras más altas de la región.

La razón de esta y otras desigualdades de género ha sido comúnmente atribuida al llamado "machismo latinoamericano". Sin embargo, este atributo ha sido cuestionado por abordajes socioantropológicos como los de la colombiana Mara Viveros Vigoya y del norteamericano Matthew Gutmann, que plantean un panorama más complejo. Como señala Viveros (2006), esa explicación concibe la dominación masculina como un determinismo de varones que compartirían ciertas características de clase y étnico-raciales, pese a la multiplicidad de construcciones de masculinidad en la región y a que el sexismo no está circunscrito a ella. Esta noción también sitúa a dichos hombres en oposición a sus congéneres de grupos sociales dominantes, que encarnarían valores modernos y civilizados, incluso en materia reproductiva; lo cual queda claramente en entredicho si se observa, por ejemplo, que países que históricamente se han definido en torno a dichos valores, registran bajas tasas de esterilizaciones masculinas. En Francia, por ejemplo, esa tasa es de 0,3%.

Por su parte, Gutmann señala que atribuir la baja participación de los hombres latinoamericanos en la regulación de la reproducción a factores esenciales de sus culturas puede ser algo ingenuo, si se tiene en cuenta que en el mundo existen pocas investigaciones sobre métodos de contracepción para hombres y que la oferta de los mismos en el mercado es también reducida. En virtud ello, Viveros y Gutmann proponen explorar otro tipo de explicaciones relacionadas con los contextos locales, como lo que la investigadora colombiana ha denominado la emergencia de una "cultura anticonceptiva femenina", así como las negociaciones entre hombres y mujeres. Estas tienen lugar, afirma Viveros, en "un contexto social modelado por las relaciones de género en sus dimensiones simbólicas, normativas, institucionales y subjetivas".

Mi propio itinerario de negociaciones en torno de la decisión de realizar una vasectomía pone en evidencia cómo pueden intervenir en la elección de este método una serie de expectativas sociales sobre la reproducción marcadas por el género, la edad, la clase y la orientación sexual. Dichas expectativas están al mismo tiempo entrelazadas con cuestiones biopolíticas, no sólo en el ámbito institucional, sino también en contextos aparentemente no medicalizados, lo que da cuenta de la impronta de discursos biomédicos –e incluso del eugenismo– en el sentido común.

El procedimiento

El 28 de abril de 2007, dos semanas antes de cumplir 27 años de edad y un año después de haberme ido a vivir con mi pareja, acudí con ella a una clínica de Profamilia (organización privada que desde los años 1960 ofrece servicios médicos y educativos de planificación familiar y que en la actualidad se especializa en salud sexual y reproductiva) con el fin de que me fuera practicada una vasectomía. Si bien la decisión la habíamos tomado pocos meses antes, el tema había sido objeto de discusión antes de irnos a vivir juntos, durante nuestras conversaciones sobre la elección de un método anticonceptivo. Ambos sabíamos que no queríamos tener hijos, motivo este de la pronta elección de un método definitivo. También conocíamos las ventajas de la vasectomía sobre la ligadura de trompas: rapidez del procedimiento, menor tiempo de recuperación, menores efectos para la salud de la persona esterilizada, entre otras. Fue por ello que optamos por la primera. Pese a que me sentía seguro de nuestra decisión, a medida que se acercaba la fecha señalada empecé a sentir una especie de ansiedad. En la noche anterior a la intervención, la ansiedad se transformó en temor y al día siguiente, rumbo a la clínica, en algo que ahora asocio con la melancolía. Supongo que la renuncia a tener hijos se hacía más definitiva y en cierta medida la experimentaba como una pérdida.

El recorrido para someterme a dicho procedimiento tuvo inicio un par de semanas antes: tras solicitar la realización del mismo, nos pidieron dedicar 4 ó 5 días a pensar si ese era el método más apropiado para nosotros como pareja. Luego debíamos regresar para solicitar una cita de orientación, que se llevó a cabo en un consultorio adornado con esquemas bidimensionales y tridimensionales del cuerpo humano y de los aparatos reproductivos masculino y femenino. Allí, un hombre encargado de proveer información sobre el tema indagó los motivos por los cuales habíamos elegido la esterilización masculina, aclarando que en ningún momento pretendía cuestionar tal decisión, sino recolectar información con fines estadísticos. En líneas generales, el orientador explicó en qué consistía el procedimiento, aunque omitió detalles relevantes, como que el método empleado sería la vasectomía sin bisturí. A diferencia de la vasectomía tradicional, ésta no contempla la realización de dos incisiones en la bolsa escrotal, sino una punción en la mitad de la misma a través de la cual se toman los conductos deferentes, se cortan y se ligan luego de extraer un segmento de cada uno. Este método fue desarrollado por el cirujano chino Li Shiungian en 1974 y goza de gran popularidad en la comunidad médica debido a que disminuye los costos de la operación, así como la probabilidad de que se presenten complicaciones. Asimismo, permite que el paciente se recupere más rápido y retome sus actividades laborales con prontitud. Luego de confirmar que yo estaba dispuesto a someterme a dicho procedimiento, el orientador me remitió a una enfermera que me asignó una cita con la uróloga encargada. La médica, un poco más amable que el orientador –quien durante la cita había evitado todo contacto visual conmigo–, verificó mis signos vitales, presión arterial y aclaró que me podía arrepentir incluso minutos antes de iniciar el procedimiento. Me notificó el día y la hora en que sería vasectomizado y me hizo recomendaciones generales, como rasurarme antes de acudir a la clínica, ir acompañado y llevar ropa cómoda.

Al llegar a la clínica, mi compañera y yo seguimos a la sala de espera. Me llamó la atención el contraste en la expresión facial de los hombres que aguardaban a ser llamados y los que salían del procedimiento. Los primeros permanecían serios, con cara de preocupación y se limitaban a intercambiar breves comentarios con sus acompañantes, todas ellas mujeres. Los segundos salían con una sonrisa en el rostro y una expresión de satisfacción. Al principio supuse que se debía a que el temor frente al procedimiento había desaparecido, luego supe que también se explicaba por la sensación de bienestar de la anestesia local. Tras la salida de los hombres vasectomizados, una enfermera se asomaba a la puerta y llamaba grupos de cuatro hombres. Cuando ingresé con mis "compañeros", la enfermera nos condujo a una sala pequeña y nos indicó que debíamos desnudarnos y cubrirnos con una bata. Luego fuimos llevados a un recinto más grande en el que se observaban dos grupos de hombres: a un lado reposaban en cómodas sillas los recién operados, que reían y hablaban entre sí. A pocos metros de ellos nos encontrábamos en silencio los recién llegados a la espera de instrucciones. Una enfermera nos tomó la presión arterial, nos dio a una pastilla de ibuprofeno y nos remitió uno a uno a cuatro salas de cirugía, equipadas con una camilla, un reloj en la pared (que me permitió medir el tiempo de la cirugía) e instrumentos quirúrgicos. Una vez allí, otra enfermera me ayudó a recostar y me inyectó un anestésico. Mientras tanto, la uróloga encargada del procedimiento recorría cada sala verificando que todo estuviese bajo control. Una vez que la anestesia hizo efecto, la doctora inició el procedimiento que amenizó con una breve charla en la que indagó sobre la composición de mi familia y los motivos por los cuales había decidido esterilizarme. Transcurridos 12 minutos concluyó el procedimiento. La médica me mostró los segmentos de conductos deferentes extraídos y se despidió. Permanecí acostado unos minutos en la camilla. Luego dos enfermeras me ayudaron a incorporarme y me condujeron en silla de ruedas a la zona de recuperación, donde me reuní con los hombres que habían entrado conmigo y que ahora conversaban animadamente. Tras verificar que la cirugía había salido bien, otra enfermera nos condujo a los vasectomizados a la salida para que nos reencontráramos con nuestras acompañantes.

A diferencia de las mujeres, que al tomar decisiones relacionadas con la reproducción, la interrupción de un embarazo o la postergación indefinida de la maternidad, suelen experimentar una serie de constreñimientos por parte de profesionales de la salud, en mi caso no percibí trabas institucionales que afectaran la autonomía sobre mi cuerpo. Esto puede deberse a que solicitamos la esterilización a una entidad privada cuya práctica médica se enmarca claramente en la perspectiva de los derechos sexuales y reproductivos. Decidimos no acudir al sistema de salud debido a que habíamos escuchado quejas referentes a que a los solicitantes se les exigía haber tenido hijos para realizar el procedimiento. Pese a que la legislación colombiana no lo requería en ese momento, ni lo hace actualmente, como señalan Mara Viveros y Fredy Gómez (1998) las instituciones prestadoras de este servicio en el país manejan criterios de idoneidad para determinar si un usuario debe ser sometido o no a la esterilización. "Aunque es comprensible que la vasectomía por su carácter irreversible suponga un proceso particular de elección", afirman los investigadores, "los criterios definidos por la institución para la selección de los pacientes responden más a una lógica defensiva que pretende disminuir el número de usuarios insatisfechos con su decisión, que a una búsqueda de decisiones libres y responsables por parte de éstos". Actualmente, el único criterio no médico de selección aplicado por Profamilia es la mayoría de edad.

Si bien en Colombia no existen investigaciones al respecto, afirma Viveros, puede suponerse que, como en otros países, las reacciones de los profesionales de la salud ante la esterilización masculina y femenina son marcadamente diferentes. En un artículo reciente (2009), la investigadora afirma que "las orientaciones sexistas de las políticas y los programas de los organismos prestatarios de este tipo de servicios han tenido cierta incidencia en estas decisiones". Viveros cita un estudio realizado por Juan Guillermo Figueroa en una de las principales instituciones de salud en México, La presencia de los varones en los procesos reproductivos: algunas reflexiones, publicado en 1998, que muestra "las diferencias en las reacciones que suscitan la ligadura de trompas y la vasectomía en el personal médico. Mientras la primera no despierta prácticamente ninguna reticencia ni contraindicación, no sucede lo mismo con la segunda".

Como señalaba antes, en mi caso no percibí reacciones contrarias por parte de los profesionales de la salud a la realización de la vasectomía. No obstante, al ser una pareja joven y sin hijos que había optado por este método, mi compañera y yo estábamos "incumpliendo" con una serie de expectativas sociales en torno a la reproducción que, a medida que comunicábamos la noticia a otras personas, adquiría formas más concretas. Al mismo tiempo, la posición que ocupaba como hombre que se involucra en las decisiones reproductivas me reportó también ciertos beneficios y reconocimiento, contrario a lo que relatan mujeres esterilizadas.

Reproducción y desigualdades de género

Las decisiones en torno a la regulación de la reproducción afectan de forma compleja tanto a hombres como a mujeres y sus efectos pueden responder a factores diversos como los motivos que llevaron a una persona o a una pareja a elegir un método en lugar de otro, el grado de consentimiento en el uso del mismo (si fueron esterilizaciones forzadas, elegidas bajo algún tipo de constreñimiento o decisiones más "libres"), así como las situaciones en que tales decisiones fueron tomadas. Por lo tanto, aseverar que la esterilización afecta a las mujeres de un modo particular y a los hombres de otro podría parecer arriesgado. No obstante, el género incide de forma diferenciada en las experiencias de hombres y mujeres esterilizados. Basta considerar, por ejemplo, que las representaciones hegemónicas sobre la feminidad se anclan en buena medida en la capacidad reproductiva. Si bien tales representaciones se han transformado a lo largo de los años, diversos factores han contribuido a que cobren nueva vigencia. En países de Europa oriental con bajas tasas de fecundidad han aparecido en los últimos años discursos gubernamentales que postulan la vuelta a los roles tradicionales de género como una forma de garantizar el desarrollo de la nación. En contextos donde las formas recientes de colonialismo son objeto de debate, como en Puerto Rico respecto a los Estados Unidos, la investigadora Elizabeth Crespo Kebler afirma que la maternidad suele ser vista como "el principio fundador de la nación y su salvación", lo que puede reforzar el rol social de las mujeres como reproductoras. A esto cabe agregar lo señalado por Viveros respecto a la emergencia de una "cultura anticonceptiva femenina que excluyó a los varones de las decisiones reproductivas", como resultado de la tradicional asignación de las mujeres como objeto de las políticas de planificación familiar. En ese sentido, el género es uno de los elementos que articulan las expectativas sociales en torno a la reproducción.

Cuando mi compañera y yo les informamos a nuestros amigos que me había sometido a la vasectomía, las reacciones fueron diversas, aunque la noticia fue bien recibida. En medio de las expresiones de angustia y dolor, los hombres me felicitaron por la valentía que había demostrado al tomar esa decisión. Algunos brindaron por mí y me trataron como si hubiese llevado a cabo una hazaña extraordinaria. Esta reacción se correspondía con el tono épico de mi relato. Ninguno cuestionó mi masculinidad. Por su parte, las mujeres escucharon atentamente y no faltó el reproche expresado sotto voce de alguna a su compañero por no seguir dicho ejemplo.

Respecto a la forma como los hombres vasectomizados se refieren a su experiencia, Viveros y Gómez (1998) afirman que ellos "no definen en forma neutra su decisión: la vanidad permea sus palabras, y se pueden percibir algunos rasgos de exageración en su relato que los describe como héroes modernos. Las mujeres mismas hablan con orgullo de estos hombres, sobredimensionando el valor de su decisión". Los investigadores colombianos explican que esto se debe, en buena medida, a que "los hombres que se practican la vasectomía son conscientes del carácter inusual de su decisión en el contexto colombiano y se sienten por lo tanto diferentes y mejores que los demás, más evolucionados, menos arcaicos". También señalan que un factor que interviene en la decisión por la vasectomía tiene que ver con los discursos que promueven un modelo igualitario de género, a los cuales los hombres se sentirían culpables de no adherir. Es por ello que, en este contexto, la vasectomía suele ser vista como una opción progresista, idea reforzada por instituciones de salud que ofrecen este método como la elección que haría un hombre racional, moderno y civilizado. Estos elementos contribuían a configurar un lugar privilegiado que me hacía digno de reconocimiento por parte de mis amigos.

Sin embargo, el supuesto progresismo de los hombres vasectomizados suele contrastar con sus relatos. Recuerdo que luego de la cirugía, mientras hablaba con otros hombres en la sala de recuperación, uno de ellos me dijo mientras guiñaba un ojo que "ahora sí podíamos hacer tiro libre", aludiendo no sólo a la supuesta superfluidad del uso del condón en las futuras relaciones sexuales, sino también a que nos habíamos librado del temor a tener hijos en relaciones extramaritales. Afirmaciones similares son reseñadas por Viveros y Gómez (1998), en las que se observa la transformación de la vasectomía "en un instrumento al servicio de [la] virilidad [de los hombres]", que les permite "ejercer su sexualidad sin limitaciones de ninguna índole y sin consecuencias, es decir, soslayando las eventuales responsabilidades que esta libertad podría acarrearle[s]". Es por ello que, para Viveros (2002), la vasectomía puede ser apropiada por algunos hombres como un modo de ejercer relaciones de poder sobre las mujeres. En ese sentido, explica, es preciso matizar "el estereotipo según el cual la vasectomía es un método utilizado fundamentalmente por hombres con ciertas características (pertenencia a los sectores medios o altos, un buen nivel de escolaridad y juventud) y constituye una opción progresista en sí misma". Gutmann (2005) señala algo similar en su investigación con hombres vasectomizados en Oaxaca. Según el antropólogo norteamericano, no existe un perfil sociodemográfico claro relacionado con la edad, los ingresos, el nivel educativo o la pertenencia a algún grupo étnico en particular en estos hombres.

En el caso de las mujeres esterilizadas, si bien dicha experiencia adquiere distintos significados, difiere diametralmente de la de los hombres vasectomizados. En una investigación sobre percepciones respecto a la ligadura de trompas entre mujeres esterilizadas en la ciudad de Florianópolis, la socióloga brasileña Luzinete Simões Minella explica que este procedimiento puede representar tanto un elemento de liberación como un factor de opresión para las mujeres, con efectos negativos especialmente para las más jóvenes. Además de los frecuentes problemas de salud relatados por las entrevistadas, fueron reportados otros relacionados con la pérdida del deseo sexual (a una de ellas su compañero la acusó de "haber quedado fría como una nevera") y depresiones. Varias mujeres afirman no haber sido informadas adecuadamente sobre los efectos de la cirugía, por lo que, de haberlos conocido, no se habrían sometido a ella. También señalan haber sido constreñidas por los médicos para que tomaran dicha decisión en el momento de su último parto. Otras vieron afectada su feminidad de forma negativa: lamentaban no poder procrear más, afirmaban sentirse "vacías por dentro", "castradas", "culpables" ante Dios porque la Iglesia no aprobaba dicho procedimiento y frente a sus compañeros por la disminución del deseo sexual. Mi compañera señala que ha escuchado comentarios de mujeres esterilizadas que sienten vergüenza de ello y cuando lo confiesan lo hacen con bastante pudor, debido a que con la pérdida de la capacidad reproductiva habrían perdido una parte importante de lo que las hace mujeres. A diferencia de los hombres, para ellas la esterilización no representa algo de qué ufanarse.

El lugar que ocupan el placer y el desempeño sexual en los discursos sobre la esterilización también ponen en evidencia las inequidades de género. Gutmann (2005) observa que ninguno de los manuales usados por los servicios de salud en Oaxaca para instruir al personal sobre los procedimientos de ligadura de trompas menciona si las mujeres experimentarán placer luego del procedimiento, mientras que los que versan sobre la vasectomía enfatizan la importancia de aclararle a los hombres que no perderán habilidades para disfrutar del sexo ni potencia sexual. El antropólogo señala que en ese contexto la sexualidad masculina es abordada como una "ilusión totémica" tanto por el conocimiento popular como por los médicos, en la medida en que es naturalizada "como una entidad fija y como algo totalmente distinto de la sexualidad femenina". Así, explica, "la relación entre vasectomía y virilidad está íntimamente conectada a la existente entre vasectomía y placer sexual". Para Gutmann, dicha ilusión totémica oculta las desigualdades de género en materia de salud reproductiva y sexualidad con relación a la anticoncepción. Y pese a los esfuerzos de las instituciones de salud para involucrar más a los hombres en este ámbito, considera que estos estarán destinados al fracaso mientras no aborden las causas subyacentes de su reticencia, así como las citadas desigualdades de género.

Pese a no ser un método anticonceptivo, la histerectomía afecta la capacidad reproductiva de las mujeres y en dicho procedimiento también entran en juego valoraciones de género relacionadas con los sistemas reproductivos femenino y masculino. En un artículo sobre los discursos médicos en torno a la reproducción femenina, la antropóloga colombiana Patricia Tovar (2006) relata una cierta banalización del mal que la afectaba por parte de los médicos durante las consultas antes de ser sometida a este procedimiento. Estos empleaban analogías que comparaban los tumores en su útero con frutas y se referían al mismo de forma despectiva, como algo de lo que debía deshacerse ya que, además de estar enfermo, no lo iba a usar para reproducirse. Dicho órgano sólo le serviría para exponerla a problemas de salud como el que la aquejaba y a otros más graves. Ese modo de referirse al aparato reproductor femenino no es un hecho aislado. Por el contrario, se inscribe en visiones más profundas del saber médico sobre el cuerpo de los hombres y las mujeres.

En The egg and the sperm: how science has constructed a romance based on stereotypical male-female roles (1991), la antropóloga norteamericana Emily Martin aborda las representaciones sobre el espermatozoide y el óvulo en textos de enseñanza de la carrera de medicina de la Universidad Johns Hopkins. Dichos libros, afirma Martin, describen de forma diferenciada la fisiología reproductiva masculina y femenina. La primera es objeto de maravillosas descripciones respecto al carácter productivo de la espermatogénesis. Los autores médicos elogian la cantidad de espermatozoides que un macho humano puede producir en un día, así como la gran extensión de los túbulos seminíferos encargados de dicha tarea. Por su parte, la menstruación es descrita como una "falla", como la "pérdida" o "evacuación de escombros" del útero, en la que abundan palabras como "cesar", "morir", "perder". El modelo comparativo masculino/femenino, explica Martin, se corresponde de este modo con los términos productivo/destructivo. En el caso de la ovulación, que sería el proceso análogo a la espermatogénesis, las descripciones enfatizan que los folículos ovarianos que contienen los óvulos están presentes desde el nacimiento. Así, lejos de ser producidos permanentemente como en el caso de los hombres, cuyas células germinales son "frescas", los óvulos están "almacenados", "degenerándose lentamente" y "envejeciendo" como los productos de un "inventario abarrotado". La autora sostiene que si bien algunos hechos de la biología no son siempre construidos en términos culturales, en este caso lo son y reproducen estereotipos sobre lo masculino y lo femenino. Asimismo, podría afirmarse lo contrario: buena parte de los prejuicios y estereotipos que circulan en la cultura suelen apoyarse en ideas provenientes de la biología o la medicina, que si bien pueden haber perdido legitimidad en dichas disciplinas, gozan de gran vigencia en el sentido común.

Orientación sexual, clase, edad y vidas que merecen ser reproducidas

Si la relación entre género y esterilización masculina de algún modo me favoreció, otros marcadores como la orientación sexual y la clase suscitaron cuestionamientos respecto a las expectativas reproductivas que sobre mí recaían.

En esa época, yo trabajaba en una entidad adscrita a la Alcaldía Mayor de Bogotá encargada de las políticas culturales de la ciudad. El día anterior a la cirugía, hablé con mi jefe para explicarle que no acudiría al trabajo los días siguientes, debido a una licencia médica. Él me preguntó a qué intervención me sometería y luego de explicarle señaló que no había ningún problema y que podía tomarme más días si lo deseaba. Al retornar, tres días más tarde, una compañera de oficina me preguntó el motivo por el cual no había ido a trabajar. Ella, que durante mi ausencia había celebrado con otros compañeros de oficina la feliz noticia de su embarazo, se mostró contrariada y señaló que yo era muy joven para tomar esa decisión. El rumor recorrió los pasillos y se convirtió en tema de conversación a hurtadillas. Un compañero de trabajo, en una conversación con mi jefe, le expresó su preocupación porque yo hubiese tomado una decisión tan importante a esa edad. Dos elementos llamaron mi atención: el primero es que, quienes hasta ese momento habían señalado mi supuesta inmadurez para renunciar a la paternidad eran personas con edades cercanas a la mía. Ambas se encontraban en relaciones heterosexuales y habían decidido que, en ese momento o después, tendrían hijos y conformarían una familia según un modelo "tradicional". El segundo es que quienes mostraron cierta empatía fueron dos personas homosexuales. Mi jefe, un hombre cercano a los 45 años de edad y soltero en ese momento, respondió a estos comentarios señalando que él había tomado la decisión de no tener hijos a una edad todavía más temprana, pero que, como todos conocían su orientación sexual, nadie la había cuestionado. La otra persona fue una colega que se identifica como lesbiana y feminista, que tras enterarse de la cirugía acudió a mi puesto de trabajo para averiguar cómo me encontraba y ofrecerme su ayuda en la realización de tareas simples que podrían ser incómodas luego de un procedimiento de este tipo. La relación entre reproducción y orientación sexual se hacía visible en ese momento de forma inusitada. Las expectativas reproductivas que pesaban sobre mí y a las que yo no había respondido adecuadamente provenían de personas heterosexuales, con quienes yo no mantenía una relación cercana; es decir que no tenían que ver tanto con expectativas personales, sino más en sus valores acerca de la reproducción. Mi decisión parecía diferir de lo que la gente espera de un joven profesional, blanco-mestizo, de clase media a quien perciben como heterosexual, a diferencia de lo que esperarían de alguien que distara de cumplir con estas características.

Ese año tramitaba en el Congreso de la República un proyecto para reglamentar la eutanasia, que había sido despenalizada en el país por la Corte Constitucional 10 años atrás. En ese momento, como ahora, el Congreso se había negado a legislar sobre el tema, lo que dificultaba su implementación. El debate público tocó puntos comunes con la discusión acerca de la esterilización voluntaria, que hacen evidentes las cuestiones biopolíticas en juego en ambos temas. Si hay sectores de la sociedad que no esperan que las personas homosexuales se reproduzcan, esto no se debe solamente a que la paternidad se haya constituido como aspiración natural sola y exclusivamente de las parejas heterosexuales, que no aplicaría para las del mismo sexo. Las expectativas reproductivas, en este caso, asumen su sentido más literal. Dicho de otro modo, existe la "esperanza" de que las parejas homosexuales, entre otras, no se reproduzcan.

El otrora precandidato conservador a la presidencia de Colombia, José Galat, férreo opositor a la despenalización del aborto y al reconocimiento de derechos de lesbianas, gays, bisexuales y trans, había publicado el mes anterior una nota de opinión en la que argumentaba la inconveniencia de la eutanasia en Colombia. En el documento discurría sobre la importancia de defender la vida y afirmaba que ésta no le pertenecía únicamente al individuo, sino que tenía una larga cadena de propietarios que culminaba en la sociedad. La vida, afirmaba Galat, tiene una función social y una utilidad que le confieren valor en términos económicos (como fuerza de trabajo), pero también espirituales, intelectuales y morales. Si bien los enfermos terminales no aportan económicamente a la nación, explicaba, podían hacerlo en estos otros ámbitos, por lo que su vida aún tenía valor. En oposición al argumento de la Corte Constitucional para despenalizar la eutanasia (según el cual la vida era un derecho al que podía un individuo renunciar en función de su derecho no sólo a la vida, sino a aspirar a una vida digna), Galat argumentaba que la vida era un deber del individuo para con la sociedad. Galat señalaba también que dejar a cargo únicamente del individuo la toma de decisiones sobre la vida puede ser contraproducente para la sociedad. Presentaba como ejemplo al "drogadicto" quien, en su opinión, no sólo se provoca daño a sí mismo, al "degenerarse", sino que también constituye un potencial "peligro" para la sociedad, además de ser un "parásito social", un "sujeto inútil" y "dañino". Dicho de otro modo, la vida del "drogadicto" carece de valor económico, espiritual, intelectual y moral. Estas afirmaciones, luego de una tenaz defensa de la vida, ponen en evidencia que este referente, "la vida", connota más de una cosa. Hay vidas que tienen valor y vidas que ponen en riesgo otras vidas; hay vidas que merecen ser vividas y, por ende, existen otras que no. "La vida", señala Galat, "no se limita sólo a modalidades físicas o biológicas, sino que también se expresa en múltiples y variadas formas. De aquí que no sólo en sentido metafórico, sino inclusive propio, se puede hablar, por ejemplo, de vida matrimonial, vida familiar, vida económica, vida moral, espiritual, etc". Este desdoblamiento del término "vida" tiene una larga historia.

En el primer volumen de su trilogía Homo Sacer, el filósofo italiano Giorgio Agamben señala que los griegos no poseían un único término para referirse a lo que nosotros denominamos "vida", sino dos: zōe, que nombra el "simple hecho de vivir común a todos los seres vivos" y bíos, "que indicaba la forma o manera de vivir propia de un individuo o de un grupo", esto es, no la vida natural, sino la "vida calificada". En la actualidad, ambos sentidos conviven en la misma palabra y, para el filósofo, la separación entre lo que él denomina la “vida nuda” y las formas de vida constituye el fundamento de la soberanía (sobre la vida). Una de las consecuencias más extremas de esta separación se habría manifestado en el genocidio perpetrado por los nazis. No obstante, Agamben enfatiza que la vida nuda no sólo existe en el campo de concentración, sino también en la política.

Al examinar esta diferenciación en el ámbito reproductivo, podría afirmase que socialmente hay vidas calificadas para reproducir la vida y hay otras que no, lo cual queda en evidencia al observar las expectativas reproductivas de la sociedad. Estoy seguro de que la frustración de las esperanzas de reproducción depositadas por otros en mí (algunos prácticamente desconocidos) respondían no sólo a que estaba anulando la posibilidad de reproducir fuerza de trabajo, sino a que aspectos como el género, la orientación sexual, la clase, la edad y las características étnico-raciales me ubicaban en el grupo de las vidas que merecen ser reproducidas. La historia de la eugenesia da clara cuenta de cómo estas expectativas no eran un asunto individual sino que pesaban sobre poblaciones enteras. Si bien, como señala la antropóloga Claudia Rivera Amarillo, el movimiento eugenésico sufrió una caída en los discursos y disciplinas biomédicas después de la segunda guerra mundial; estos no fueron desterrados del todo e hicieron mella en el sentido común. En este sentido, considero relevante examinar el modo en que expectativas reproductivas, discursos médicos y biopolítica se articulan en la oferta, elección y promoción de métodos de esterilización. ¿Acaso habría tenido el mismo impacto mi esterilización si hubiese sido mujer, indígena o pobre?