En el mundo occidental la identidad gay y la cultura ‘de ambiente’ (como es llamada en Hispanoamérica) han jugado un papel central en las luchas por los derechos de las personas LGBT y en las reflexiones académicas sobre socialización, prácticas políticas, artísticas y culturales de disidencia sexual. No obstante, el uso de estas categorías con frecuencia ha conllevado una suerte de esencialismo cultural de los sujetos cobijados por este acrónimo, aunque no se identifiquen con él; formas hegemónicas de representación tanto de los sujetos como de los espacios en los que transcurre su vida cotidiana; y relaciones de poder entre quienes encarnan modos de vida que se enmarcan en las políticas identitarias y de la visibilidad gay y quienes no se ajustan a ellas.
Ya sean aquellos “últimos homosexuales” de los que habla Ernesto Meccia, cuya socialización transcurrió en un contexto marcado por la represión y la clandestinidad y para quienes la “gaycidad” representó la ganancia de tener algunos derechos respetados, pero también el fin de su mundo; o aquellos para quienes, como explica el antropólogo Sigifredo Leal Guerrero, el intercambio sexual con otros hombres no deriva en una visión particular de mundo, ni de posturas políticas, académicas o modos de socialización compartidos; la lista de quienes impugnan estos modos de identificarse, a pesar de que en ocasiones acudan a ellos, es extensa y heterogénea.
En La pampa y el chat: aphrodisia, imagen e identidad entre hombres de Buenos Aires que se buscan y encuentran medianteinternet (Buenos Aires, Antropofagia, 2011) Leal Guerrero analiza “los sentidos construidos por fuera de los marcos de interpretación hegemónicos elaborados por, y a propósito de, los hombres que persiguen el intercambio de placeres sexuales con otros hombres”(:40). Para tal fin, llevó a cabo una etnografía en lugares ubicados en los “márgenes del ambiente”, entre ellos dos portales web, “en los cuales la vida social se articula alrededor de la exploración erótica dependiente de la producción […], exposición y/o contemplación de imágenes asociadas a los concurrentes” (:70).
Contrario a lo señalado por otras investigaciones que le otorgan a la cultura gay un estatus articulador de la vida social de los varones que buscan el placer erótico con otros hombres, Leal Guerrero enfatiza la diversidad generacional, social, económica y política de los individuos que hicieron parte de su investigación y concluye que “no es posible hablar del desarrollo de un perfil común o de una cultura derivada de la sociabilidad a la que dan lugar sus búsquedas de placer homoerótico” (:125). Esto no equivale a afirmar que entre ellos no existan “elementos idiosincráticos comunes”, aclara, “en tanto miembros de la comunidad de ocasión que conforman”. Empero, tales rasgos tampoco denotan una “apropiación uniforme […] de una Gay culture bien diferenciada y discreta” (:125), pues en los márgenes del ambiente las clasificaciones identitarias a las que se refieren activistas e investigadores sociales son ostensiblemente frágiles y contingentes.
En su lugar, otros elementos como el ejercicio de las aphrodisia y una economía visual compartida, en el caso de los portales web, organizan los derroteros que estos hombres emprenden y los intercambios que realizan entre sí. El primer elemento da cuenta de las formas de interacción sexual en las que no existe contacto físico, así como de la variedad de prácticas no genitales llevadas a cabo entre estos hombres, donde el intercambio verbal o de fotografías “propias” configura prácticas como los juegos de seducción que la jerga contemporánea rioplatense denomina ‘histeriqueo’ (que consiste en prolongar el cortejo “virtual” indefinidamente, evitando “concretar” un encuentro “real”). El segundo elemento se refiere al circuito en el que se producen, distribuyen y apropian dichas imágenes, las cuales, explica Leal Guerrero, adquieren un doble valor: el de mercancía-dinero que les permite a los sujetos incorporarse en dicho circuito como agentes y emplearlas como medio de pago, y el estético, pues son objetos de contemplación y de evocación de encuentros pasados.
En entrevista con el CLAM, Leal Guerrero, que actualmente cursa su doctorado en el Instituto de Etnología de la Universidad de Fráncfort y trabaja sobre las representaciones visuales y narrativas de la masacre conocida como “El Holocausto del Palacio de Justicia” (Colombia, 1985), destaca el lugar de la identidad y la cultura gay en las luchas sexo-políticas en América Latina, los modos hegemónicos de representar a los varones en estas luchas y sus efectos en los ámbitos del activismo y la academia.
En su libro señala que las investigaciones sobre “hombres que persiguen el intercambio sexual con otros hombres” se han concentrado en los sujetos con trayectorias académicas y políticas abiertamente asociadas al ambiente y los ámbitos relacionados a él, dejando de lado lo que usted denomina los “márgenes del ambiente”. En su opinión, ¿a partir de qué elementos se estructura actualmente el centro y la periferia del ambiente? ¿Cuáles son sus implicaciones en la producción de conocimiento sobre lo que usted denomina “hombres que persiguen entre sí el ejercicio de las aphrodisia”, en la forma de representarlos y en el activismo sexual?
Pienso que lo que puede denominarse “centro del ambiente” está constituido por la vida social y las relaciones cultivadas enespacios donde la gente hace públicamente cosas que suele considerar consecuencia lógica, ‘natural’ de su inclinación a intercambiar placeres eróticos con otros de su mismo sexo. Las investigaciones, la prensa y la publicidad muestran que esos espacios son enormemente variados. Incluyen los históricamente asociados al universo homosexual global –grupos de activismo, bares, saunas, etcétera–, y los derivados de la apropiación de formas de socialización tradicionales locales, como las milongas en la Argentina, los “reinados folclóricos” en algunas regiones de Colombia, o las cervecerías en Alemania. Por otro lado está la periferia, conformada por quienes opinamos que desarrollar parte de nuestra vida en sitios asociados a ese centro o declarar públicamente nuestras preferencias eróticas no son consecuencias lógicas ni ‘naturales’ de nuestras búsquedas del placer erótico, de modo que en nuestra cotidianidad no frecuentamos esos lugares ni hacemos tales declaraciones.
Como usted dice, opino que la vida social construida en esos márgenes que yo mismo habito está subinvestigada. Dado que desde “la vuelta a casa” de la antropología la gente casi siempre investiga lo que conoce y buena parte de los colegas que analizan estos temas habita el centro del ambiente, el sesgo resulta normal, pero sus resultados son lamentables desde el punto de vista científico. Primero porque por ahora en los estudios sobre sexualidades tenemos un panorama incompleto, “GLT-céntrico”, que no refleja la diversidad de esa dimensión de la realidad. Segundo porque el sesgo suele instalar el silenciamiento de quienes habitamos la periferia. Como diría el Edward Said de Orientalismo, se habla de nosotros desde el centro del ambiente pero no se nos deja hablar. Es decir que se habla por nosotros, y así se construyen representaciones que generalmente reflejan más los juegos de prejuicios que circulan en el centro que la realidad empírica de la periferia. Ese fenómeno se expresa entre muchos activistas y algunos activistas-investigadores en el rechazo y la descalificación a priori de las opiniones políticas o académicas –si es que la separación es posible– de quienes habitamos los márgenes, y nuestra consecuente expulsión de la comunidad de interlocutores o aliados políticos legítimos. Es decir que son desplegadas ciertas formas de violencia, que a su vez se diversifican y recrudecen si el sujeto en cuestión se posiciona como bisexual… Y todo esto en el contexto de una gran tensión erótica, porque las representaciones sectarias de nosotros como machistas suelen producir situaciones en las que entre los homosexualistas políticamente correctos el repudio se pelea el terreno con el deseo, de modo que el valor que se le niega a uno como interlocutor se le concede de sobra como objeto deseado, y mientras por un lado lo descalifican por otro lo cortejan.
Usted discute, entonces, que la vida social de los “hombres que tienen sexo con hombres” se articule en torno a una Gay culture, de la que deriva una identidad gay. En su lugar señala que el ejercicio de las aphrodisia es un elemento central en la vida social de estos hombres. ¿Qué conlleva este desplazamiento en su abordaje?
Ese desplazamiento, como usted lo llama, puede servir para ampliar el panorama fragmentario del que acabo de hablar, investigando sobre la vida de gente a la que hasta ahora los estudios sobre homosexualidades le han prestado poca atención. Y en este terreno mi apuesta es por la etnografía, primero porque es científicamente necesario relevar la perspectiva del actor en el caso de gente que no ha sido tradicionalmente tenida en cuenta por los investigadores. Segundo porque hacerlo puede servir para combatir las formas de violencia epistemológica, simbólica y de otros tipos de las que ya hablé. Ese sería un gran servicio prestado por la etnografía a la democracia, porque si la gente se toma la búsqueda de la perspectiva del actor en serio cuando investiga, o pone en suspenso sus prejuicios de progre cuando lee investigaciones sobre la periferia del ambiente e intenta comprender esos modos de vivir que muchas veces desconoce, casi seguro ampliará su panorama político e intelectual. Sin esa ampliación de “la cabeza” es imposible combatir exitosamente las formas de violencia que hacen blanco cotidianamente en quienes nos negamos a sacar las conclusiones que muchos activistas y algunos activistas-investigadores consideran “lógicas y naturales” de nuestro gusto por intercambiar placeres homoeróticos. Entonces a la larga el desplazamiento que propongo podría ayudar a desmontar la “policía política” que vigila, censura y exilia casi siempre desde el centro del ambiente.
Pese a la diversidad de formas de ejercer las aphrodisia, prácticas como el “histeriqueo” han sido relegadas en las investigaciones sociales sobre sexualidad. ¿A qué atribuye esto? ¿Cree que se debe a que no fundan una subjetividad basada en la problematización política de la identidad como suele ser empleada por el activismo LGBT?
Creo que el histeriqueo y las diversas formas en las que actualmente se ejercen las aphrodisia no pueden ser calificados a secas como fundantes o no-fundantes de una subjetividad basada en la problematización política de la identidad, porque el panorama internacional al respecto es diverso. Por ejemplo, aunque en ciertos grupos sociales lo que uno haga con su cuerpo actualmente no siempre lo lleva a problematizar políticamente su identidad, en otros donde la sanción legal o de hecho del homoerotismo sigue vigente, esa problematización puede estar a la vuelta de la esquina. En relación con su pregunta creo que el relegamiento de esas prácticas como problemas de investigación depende primero de la historia de los estudios sobre sexualidades, íntimamente ligada a los campos de la salud reproductiva y la epidemiología, y segundo del peso que la lucha por los derechos democráticos ha jugado en la historia de los movimientos LGBT. Un tercer factor son las condiciones de financiación, que refuerzan esas “vocaciones históricas” porque siempre es mucho más fácil obtener recursos por ejemplo para investigar sobre el VIH-Sida o la situación de la gente en cuanto al ejercicio de sus derechos, que para hacerlo sobre las formas en las que el placer erótico es buscado y encontrado. No digo que esa asignación diferencial de recursos sea negativa en sí misma, porque visto que los asuntos relacionados con la salud y los derechos democráticos son a veces, literalmente, ‘de vida o muerte’, es coherente que tengan prioridad frente a otros temas que aunque son intelectualmente interesantes a la larga podrían considerarse casi ‘de lujo’. Sin embargo debo decir que algunos fondos para investigar estos temas se necesitan con urgencia, porque de lo contrario seguiremos dependiendo de ‘tesistas rebeldes’ –que son pocos.
¿Qué lugar ha tenido la reivindicación de la identidad y la cultura gay en el activismo sexual en América Latina? ¿Qué sentido tiene en la actualidad? ¿Cómo se imagina un activismo anclado en un elemento efectivamente compartido –como las aphrodisia– que al mismo tiempo dé cuenta de la diversidad de los sujetos que representa?
La reivindicación de las diversas identidades y subculturas gay ha sido y sigue siendo fundamental para la ampliación del espacio democrático en Latinoamérica y el mundo. Pero no veo en eso mayor o menor mérito que en otras luchas democráticas como aquellas por los derechos a sindicalizarse y hacer huelga, a abortar, o a decidir cuándo y cómo morir. En la medida en que las libertades conquistadas mediante la movilización y el activismo sexo-políticos han instaurado condiciones que aunque todavía incompletas sustentan parte de mis posibilidades de expresión, me identifico con esas luchas y con nuestras tareas pendientes, pero tanto como lo hago por ejemplo con las luchas por la educación libre y gratuita o contra la xenofobia, que dicho sea de paso vuelve a ponerse de moda incluso en Latinoamérica. Por eso no imagino un activismo anclado en el homoerotismo, que junta gente con intereses políticos y de clase diversos e incluso contrapuestos, y en consecuencia no puede constituirse por sí mismo en soporte de vínculos políticos. Veo que los intereses articuladores están en otra parte, por ejemplo en el plano democrático, en la necesidad de conquistar espacios más amplios para que la gente pueda decidir qué hace con su cuerpo no sólo en el terreno sexual, cómo construye su identidad, qué tipo de familia establece, en síntesis qué tipo de persona quiere ser. Esa lucha reclama, claro, confrontar a la gente que cree tener la autoridad para definir desde el activismo sexo-político o la academia cuáles son los modos correctos y los incorrectos de existir, que imagina que su actividad política o sus títulos profesionales le dan el derecho a pontificar sobre la vida de los demás.
Otro elemento central en su análisis de los espacios antropológicos frecuentados por estos hombres son las imágenes producidas, distribuidas y apropiadas en portales web, las cuales, según afirma, forman parte de una economía visual que organiza su vida social. ¿Podría hablar un poco sobre el funcionamiento de esta economía visual? ¿Ella no guardaría una estrecha relación con la Gay culture respecto a los modos de representar el homoerotismo y a los varones que persiguen el intercambio sexual con otros hombres?
Hay un aspecto de ese análisis sobre la economía visual y el contexto en el que funciona que quizá está débilmente planteado en el libro: el de que no es casual que la búsqueda de placeres homoeróticos esté organizada en muchos terrenos, no solamente en internet, como un mercado en el que se intercambian bienes inmateriales (placeres, representaciones, compañía, atención) o materiales (dinero, objetos, fluidos corporales), y se acumulan experiencias, estatus y amantes. Pienso, y esta idea no es mía sino que ya Marshal Sahlins la planteó hablando de las moralidades en general, que esa organización económica de las búsquedas del placer erótico e incluso del amor es coherente con la moralidad que atraviesa de punta a punta a las sociedades organizadas bajo el sistema capitalista de producción: la del cálculo costo-beneficio y el incremento del estatus mediante la acumulación. A la larga uno podría ir más atrás del planteo de Sahlins y decir con todas las letras que ese asunto de la penetración capilar del sistema de valores de la economía capitalista en las relaciones interpersonales ya fue abordado por Marx en el siglo XIX, y que el fenómeno del que doy cuenta en La Pampa y el Chat constituye un ejemplo de la vigencia de esa vieja observación. Ahora bien, si lo segundo que me pregunta es si opino que las imágenes que circulan en esa economía visual provienen de la llamada “cultura gay”, me da pie para insistir en que veo que es al revés, porque es en la amplia cultura de las sociedades que investigamos (incluida la pornografía de todos los géneros), donde debemos buscar la fuente de los juicios que sustentan nuestras preferencias eróticas y nuestros modos de presentarnos cuando buscamos gente para intercambiar placeres. Es decir que no me cabe en la cabeza que si por ejemplo muchos deseamos sexualmente a personas con cuerpos atléticos sea porque lo aprendimos de algún repertorio aislado de ideas llamado “cultura gay” o “cultura heterosexual”. Es al contrario: el contenido de esas subculturas proviene en buena medida de la más amplia cultura de las sociedades en las que se desarrollan, y si en ellas hay elementos transnacionales no es sólo por la difusión que propician los viajes y la industria cultural y del entretenimiento, sino también porque en las llamadas sociedades occidentales hay enormidad de elementos transnacionales, como el culto contemporáneo del cuerpo atlético, la hipervisualización de la vida cotidiana, o una tendencia más fuerte que en el pasado a separar las relaciones eróticas de los vínculos amorosos.
Usted afirma que en esta economía visual también existen ricos y pobres y que los atributos físicos tienen valores asignados dentro de esa economía. ¿Cómo se posicionan los varones involucrados en este intercambio sexual frente al modelo deseable de masculinidad producido, distribuido y apropiado a través de esta lógica? ¿Lo cuestionan?
En primer lugar déjeme recordarle que no hablo de un solo modelo de masculinidad deseable entre los protagonistas de la investigación que dio lugar a La Pampa y el Chat, sino de muchos entre los que se encuentran por ejemplo los osos, los twinks,los papis, los de cuerpo de gimnasio, los de cuerpo atlético –que son distintos a los de gimnasio–, los pibes de barrio, y un largo etcétera. En el marco de esa diversidad todos los modelos de masculinidad están cuestionados desde un punto u otro del espectro de gente que busca placeres homoeróticos, algunos por razones estéticas-visuales, otros por valoraciones relacionadas con la edad o la clase social, y uno podría seguir tirando la cuerda y enumerar infinidad de motivos. Claro, existen modelos de masculinidad y tipos de cuerpo más deseados que otros y esas diferencias de estatus condicionan, como usted lo ha dicho, las posibilidades que tiene cada quien para participar del mercado en el que se ofrecen y demandan placeres eróticos, y tienden a delimitar el repertorio de tácticas a las que puede apelar alguien para insertarse de la mejor de las maneras posibles en ese mercado: hacer ejercicio, tomarse “buenas” fotos, ser simpático, limitar sus pretensiones a cierto tipo de sujetos, ofrecer compensaciones materiales, etcétera. Pero hay que decirlo: en ese “río revuelto”, tarde o temprano cada quien pesca algo al menos en lo que al intercambio de placeres homoeróticos se trata. Lo que resulta más difícil es establecer relaciones amorosas, y eso da lugar a las saudades a las que me referí al final del segundo capítulo de La Pampa y el Chat,pero esa es una dificultad que al menos en Buenos Aires, Bogotá o Berlín no me parece exclusiva de los hombres que ejercen las aphrodisia con otros hombres. Hoy día el amor heterosexual también es un bien esquivo.